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EL HUMO DE LA MEMORIA

EL HUMO DE LA MEMORIA

Capítulo 1

El cuerpo que yace a mis pies está boca arriba, tiene los ojos abiertos y ha comenzado a sangrar por encima de la nuca. Doy unos pasos hacia atrás para que no se me manchen las bambas, pero la sangre se extiende con rapidez y avanza sin obstáculos que sortear. Me alejo aún más, sin embargo, no logro evitar que tiña de rojo mi calzado y ascienda por los pantalones en una escalada endemoniada hasta alcanzar el cuello. Ahí se detiene siempre.

Me despierto envuelto en sudor viscoso y frío, trato de serenarme: cojo el bloc de dibujo y bosquejo con sanguina la pesadilla de hace un momento; dibujar es lo único que me calma.

Compruebo que la carpeta negra en la que guardo mis demonios sigue escondida debajo del colchón. Nadie más que yo ha visto su contenido y nadie más que yo la puede alimentar, son mis recuerdos los que engulle: recuerdos espantosos y reiterados, siempre sobre lo que sucedió aquella verbena de San Juan de hace ya diez años, en el chalé de nuestros vecinos. El humo de aquella hoguera ha impregnado mi memoria de pesadillas. Desde entonces duermo a trompicones, como hoy. Me cuesta volver a coger el sueño: las malditas imágenes siguen ahí agazapadas, esperándome.

Guardo el dibujo junto a los otros en la carpeta. Espero dormirme de una puta vez: son las tres y media de la madrugada.

Me levanto tarde y somnoliento. Entro en el baño y enciendo la luz: me espabila a medias. Me refresco la cara con agua fría y ahora sí, ahora ya soy persona. Sin embargo, el espejo no miente: mala noche, mala cara. La barba me hace mayor, parece que tenga cuarenta años, por lo menos, como el Che cuando lo mataron. Dicen que me parezco, no sé yo. Qué me voy a parecer, si encima llevo estas gafas de pasta que me apagan la mirada.

¡Fuera barba! ¡A tomar por saco!

El pelo seguiré dejándomelo largo, al menos hasta pasado el invierno.

Así, bien afeitado, ha regresado la cara de buen tío.

Pero no soy un buen tío.

Sé bien lo que hice.

No me he perdonado todavía.

¡Venga, Jaime, no flojees, coño! Sempre endavant, que decía el abuelo Ricard. Así consiguió amasar su fortuna: «Siempre adelante». Tanto le gustaba y creía el yayo en su lema, que hasta lo imprimió en las etiquetas de su famoso priorato. Qué personaje, el yayo Ricard.

¡Coño, otra vez se atranca la puñetera ventana! ¡Qué fastidio! Tanto lavabo de mármol de Carrara, tantos azulejos de diseño y tanta bañera revestida de porcelana, para que luego te cueste un huevo desplegar la ventana. La maldita madera se hincha y no hay forma humana de abrirla. Bueno, ¡por fin! Me asomo y miro al cielo para comprobar que, una vez más, hace el típico día plomizo de Barcelona: encapotado, húmedo y pegajoso. Pronto verano, la semana que viene otra verbena de San Juan, otro mal recuerdo que negociar.

¡Joder, si ya es la hora de comer! 

Bronca al canto, como si lo viera.

Y, encima, me caigo de sueño.

Me he saltado el desayuno, no empiezo bien. Seguro que su señoría me sermonea: que a ver si te pones a trabajar, que ya está bien de vaguear, haz algo de provecho en tu vida, que ya no eres un crío. Eso fue lo que me dijo mi padre cuando colgué el póster del Che: que era un crío, que no tenía ni idea de lo que aquel «guerrillero asesino y comunista» —fueron sus palabras exactas— representaba en realidad. Eran mis años de estudiante revolucionario. Tuvimos una buena enganchada y desde aquel día nos prohibió a todos hablar de política en casa. Pero el póster lo mantuve colgado, eso sí. Hasta el año pasado, cuando, en honor a la Revolución de los Claveles, sustituí al argentino por un niño portugués introduciendo una flor en el cañón de un fusil. Y me hice pacifista, pero a él le dio igual y no se movió un ápice de su orden: En mi casa no se habla de política, no está el horno para bollos.

Ni lo estaba entonces ni lo sigue estando ahora, que parece que Franco está grave de verdad y todo el mundo anda muy nervioso. Mi padre incluido. No me extraña, lo acaban de nombrar juez de la Audiencia Provincial de Barcelona y, claro, teme que las cosas cambien sin la tutela del dictador y pongan a otro más progresista.

Que se joda, esto tiene que cambiar.

Un poco de aftershave y listo. Creo que hoy voy a necesitar la cara de no romper un plato para cuando les suelte a mis padres lo que vengo rumiando desde hace semanas.

Preferiría dibujárselo más que decírselo, me expreso mejor con un lápiz.

El dibujo siempre ha estado presente en mi vida, desde muy pequeño y hasta en la Universidad. Yo no paraba de dibujar en clase. Sobre todo, a mis compañeras de asiento. Mis retratos eran como fotografías en blanco y azul, azul Bic. Más que por no perder mano con el dibujo, lo hacía para ver si así me podía ligar alguna tía. ¡A cuántas retrataría con el ánimo de tirármelas y a qué pocas conseguí seducir finalmente!

Venga, voy, que ya es la hora de comer. Como llegue y estén todos sentados ya la tenemos montada. Me cruzo con Manoli que lleva una sopera humeante entre las manos y se encamina deprisa hacia el comedor por el pasillo. Eso significa que mis padres ya están sentados a la mesa y les va a servir, evidentemente, sin esperarme. Para que me dé por aludido.

Entro y saludo. La lámpara de araña tiene encendidas la mitad de sus bombillas. A diferencia del salón, que es amplio y luminoso, el comedor no recibe mucha luz natural, y con el día grisáceo que hace hoy aún menos. Mi padre y mi madre, como me temía, ya están sentados, uno en cada punta. Cuento cuatro sillas vacías: la mía, las de mis dos hermanos y la de mi abuela Nuria, que, al parecer, hoy también comerá en su cuarto. Eso quiere decir que sigue pachucha. Mis hermanos tampoco almorzarán con nosotros, desde que trabajan ya casi nunca vienen. 

Me excuso nada más entrar, es lo que se espera de mí.

—Perdón, no creí que fuera tan tarde.

Mi padre adopta su tono más enérgico y su postura más hierática, ¡¿es que no puede dejar de ser el puñetero juez ni en su propia casa?! ¡Qué cruz!

—Desde luego, eres el colmo. Te pasas toda la mañana durmiendo y encima llegas tarde a comer.

—Ya he dicho que lo lamento, papá. Tampoco hay que machacar.

Me siento en la silla más cercana a mi madre, bien erguido, como me han enseñado. Ella también se sienta muy tiesa, muy digna con su peinado de peluquería cara, para mi gusto demasiado cardado, pero bueno, se ve que ahora es la moda.

Mi padre alza la voz, algo habitual en él cuando se cabrea, sobre todo, cuando es conmigo.

—Machacar, dice. ¿Lo oyes, Eli? Tu protegido se siente machacado. Pero ¿qué expresión es esa? ¿Dónde te han enseñado a hablar así? ¿Eh?, dime. A ver, Jaime, dime. ¿Dónde? ¡Por Dios!

Ya la tenemos liada. Voy a contestar, pero Manoli está sirviendo; mejor me espero a que se vaya.

Tomamos la sopa en silencio con precaución de no hacer ruido al sorber, ¡menudo es mi padre con la educación y toda esa mierda! ¡Estoy hasta los huevos de tanta rigidez! Ya son muchos años.

Necesito espacio, necesito volar, aunque me estrelle.

Ahí vuelve su señoría a la carga, lo sé porque una de sus venas del cuello ha comenzado a inflamarse. Cualquier día le da un jamacuco.

—Es que no te entiendo. Primero, antes de entrar en la Universidad te vas un año, «sabático» lo llaman, ¿no? De Interrail, nada menos. Todo a mi costa, eso sí.

Su señoría ya ha alzado la mano, pronto caerá sobre la mesa en un golpe seco como si fuese el mazo que tanto le gustaría usar. Lo malo es que en España los jueces agitan una campanilla, como los monaguillos en misa. Qué coña que le haría con eso si me atreviese.

Mi padre prosigue su enumeración:

—Luego, la excusa de la mili, que mejor quitártela de en medio antes, que hacerla como estudiante, nos dijiste. ¡Hala, dos años más a la basura!

El mazo golpea sobre la mesa. Las copas tiemblan.

—Por fin empiezas Derecho, encima con buenas notas, y cuando te licencias… en lugar de ponerte a trabajar te matriculas en… ¡Bellas Artes! Es que… ¡manda huevos!

Yo intento aguantar el chaparrón sin pestañear. Él ahora, aunque me increpa a mí, clava sus ojos en mamá: son ojos de lobo siberiano, más grises que azules, y con poca luz, como ahora, llegan a dar miedo.

—Y claro, tu madre tan culta y refinada ella, pues ¡hala! Va y te apoya y, además, te financia, que lo sé, a mis espaldas. ¿O es que contratarte en su librería no fue financiarte? Todo un año leyendo gratis, porque pencar, lo que se dice pencar no era lo tuyo según me dijo Laura. Otro trabajo que has despreciado, y así todo. El señorito… es mucho señorito.

Me ha extrañado que la encargada de la librería de mamá le comentase nada a mi padre. Muy raro me parece. Creo que se lo ha inventado, aunque es cierto: no trabajé demasiado, no. Más bien leía todo el tiempo y a los clientes los atendía de tanto en tanto, cuando no tenía más remedio porque estuviese solo.

Mamá, orgullosa y digna, le aguanta la mirada y permanece en silencio. Es una buena táctica: mamá siempre se calla, no se enfrenta, pero luego ella hace lo que quiere. Él sigue adelante con su auto incriminatorio:

—Total, que, desde que cumpliste la mayoría de edad, entre una cosa y otra, no te has ganado la vida. Vamos, que ni un duro. Pero se ha acabado este largo recreo, si quieres seguir viviendo bajo este techo tendrás que trabajar y contribuir.

La vena inflamada ha quintuplicado ya su grosor habitual, lo que no le impide continuar su alegato:

—No es que lo necesitemos, pero es lo mínimo: pagarte tus cosas, tus caprichos, tus historias. Las que sean, que tampoco quiero saberlas.

Hace una pausa dramática. Inclina el plato, rebaña con la cuchara y se termina la sopa. Se seca los labios con la servilleta, con parsimonia. Se ve que lo tiene muy estudiado, esto de dictar sentencias es lo suyo. De nuevo, anuncia desde la autoridad que le confiere la cabecera de la mesa:

—He hablado con Raimundo Rodés. El lunes te espera en su bufete. Tiene un puesto de abogado en prácticas libre, y, naturalmente, será para ti en cuanto te entreviste. No me defraudes.

Me trago con rapidez la última cucharada y digo con la voz más firme que puedo:

—Papá. Lo siento, pero no voy a ir.

—¡¿Cómo?!

—Detesto el Derecho, ya lo sabes. No quiero ser abogado, ni juez como Luis, ni fiscal como Miguelito. Si mis hermanos quieren seguir tus pasos, me alegro. Por ellos y por ti.

—¿Has acabado?

Noto que se me acelera el corazón. Espero no trabarme ahora.

—Yo quiero ser pintor, ya lo sabes. Se me da bien y además es lo que me llena. Necesito dibujar, necesito pintar, necesito expresarme así. Mamá es la única que me comprende.

Mi madre continúa en silencio, se limita a sonreír con ternura. Mi padre ni la mira, se ha concentrado en mí. Su rostro está completamente enrojecido, parece que vaya a estallar en cualquier momento. Espero que se calme, aunque no es la primera vez que se pone así de iracundo, al final siempre acaba desinflándose.

Mi padre sigue erre que erre:

—Te llena, ya. Claro, te llena el espíritu. Eso resulta muy reconfortante mientras otros te llenamos el buche. Muy cómodo, Jaime, muy cómodo. A la sopa boba.

No puedo dejar de bajar la vista al plato y observar un par de fideos rezagados en el fondo. Levanto la cabeza y quiero responder. Quizá sea el momento justo, pero en este instante asoma Manoli por la puerta del comedor.

—Señora, ¿sirvo ya la carne?

Mi madre asiente y Manoli entra y recoge los platos vacíos. Los deposita en la bandeja y se los lleva a la cocina. Ahora asará la carne, las patatas deben estar ya fritas. Me quedan unos minutos hasta que vuelva, es un buen momento para darles la noticia, pero mamá se me adelanta. 

Sonríe y habla con dulzura, pero sin ocultar su orgullo y determinación.

—Luis, el chico es un gran dibujante, a nivel de Durero incluso. Un privilegiado; tiene un don innato. Ahora, además, hemos visto que la pintura también se le da bien, pero que muy bien. Con tiempo y nuestro…, bueno, mi apoyo y contactos podrá abrirse un camino.

Veo que mi padre hace ese gesto tan suyo de rotación de la cabeza, movimiento previo a una de sus diatribas. La mira y comienza sarcástico:

—A nivel de Durero. Durero, nada menos. ¡Durero, pero sin un duro! ¡Tu hijo va a ser el famoso Sinunduro! No Durero, no, Sinunduro, me oyes. Un desgraciado. Pues aquí no, aquí a la sopa boba, no.

Se ha girado con vehemencia hacia mí, para que me defienda, supongo. Me aguanto por respeto y precaución, a pesar de que me está jodiendo mucho tanta censura. Parece que el cabrón disfrute haciéndome de menos, humillándome. Me duele que sea así.

 Me clava sus ojos de lobo rabioso y pregunta:

—¡¿Qué tienes ya?! ¿Treinta?

Le contesto con la misma rabia:

—Recién cumplidos, en mayo. Te olvidaste, te recuerdo.

—Encima, se encara. ¡Encima, chulo!

Se gira furibundo hacia mi madre buscando un apoyo que no encuentra. Regresa su ira, de nuevo, hacia mí:

—Treinta añazos y viviendo de tus padres, ¿no te da vergüenza? ¿No crees que ya va siendo hora de que sientes la cabeza, de que trabajes en algo serio, algo con futuro, que te busques una buena chica, de buena familia y formes la tuya propia?

Manoli entra empujando el carrito en el que hay tres platos con sendos filetes y una fuente a rebosar de patatas fritas. ¡Nadie las fríe como ella! La voy a echar de menos. Espero a que acabe de servirnos para comentarles con más serenidad lo que he decidido, que es nada más y nada menos, que cambiar mi vida acomodada actual por un futuro incierto. A ver cómo se lo digo sin que se cabree aún más.

—Yo no me voy a casar, papá. Lo siento, no soy como tú. De momento, quiero pintar, solo pintar. Y vivir de ello si es posible.

El muy cabrón ha arrancado a reírse. Una sucesión de carcajadas cortas en las que predomina ji. Ji, ji, ji. Lo odio, al menos podría reírse con ja, como todo el mundo. Tan serio y cursi al mismo tiempo. Pero lo voy a joder, no se lo espera:

—En julio pienso irme a vivir a Cadaqués. Allí pintaré y venderé mis cuadros. Y puedo también seguir haciendo retratos a boli como hasta ahora. A la gente les encantan. Ya no estaré más a la sopa boba, como dices.

Se le ha cortado la risita estúpida y regresa a su pose habitual de perdonavidas, de suficiencia existencial, yo qué sé, de gilipollas integral. Nunca nos hemos llevado demasiado bien, y eso que ambos guardamos un secreto enorme, un secreto que nos concierne por igual y que si se supiera nos destrozaría la vida. A mí, mi futuro y a él, su carrera. Aun sabiéndolo, no deja de ejercer conmigo de padre autoritario, es el puñetero pater familias.

—Vale, por mí te puedes ir adonde te dé la gana. ¿A Cadaqués? Pues muy bien. Si vas a nuestra casa, evidentemente no te voy a cobrar un alquiler, pero todo lo demás te lo pagas tú, eh. La luz, el agua, la comida, bueno, ya sabes.

Mi padre niega con su dedo primero y me señala después con él, acusador.

—No, no sabes. Todavía no lo sabes, ya verás ya, así aprenderás a valorar lo que te hemos estado dando. La sopa de antes y estos filetes de lomo alto que te vas a zampar. Ya los echarás de menos.

¡Hay que joderse! ¡Qué pena de padre! Me ha tocado el menos comprensivo, el más castrador hijo de puta que hay. Menos mal que mamá no es así, ¡menos mal! ¡Qué haría yo sin ella!

Me contengo con gran dolor, me gustaría poder decirle todo lo que siento, pero no, no puedo. El respeto debido y todo eso, así que al final respondo:

—Sin duda. Pero, sobre todo, echaré de menos a mamá.

Le cojo la mano sobre la mesa. Ella la recibe y pone la otra sobre las dos ya entrelazadas, cubriéndolas. Me tranquiliza, aunque me desconcierta que no haya reparado en que me he afeitado. Ninguno de los dos lo ha comentado. Creo que hago bien en cambiar de aires.

Publicado por guso en Extractos
LÁZARO

LÁZARO

Capítulo 1

La maquilladora estaba inclinada sobre uno de los cadáveres del Anatómico. Lo afeitaba con respeto y delicadeza, no era de los más deteriorados: se trataba de un joven motorista con sus primeras canas asomándole en las sienes. El día anterior‚ un camión se cruzó en su camino. Sus familiares le habían proporcionado una foto y le habían pedido que lo dejase como antes del accidente.

«Te voy a dejar muy guapo, ya verás». Le susurró mientras lo rasuraba. Sabía cómo hacerlo, no solo maquillaba cadáveres, también a novias, y desde hacía más de quince años trabajaba, cuando había suerte y la llamaban, en el cine. En su caso, el pluriempleo era condición imprescindible, necesitaba ingresos con la mayor regularidad posible. Este singular trabajo le reportaba muchas satisfacciones: cada cadáver representaba un nuevo reto. Le encantaba reparar y embellecer rostros sin alma, exangües, lívidos. Y, además, le permitía hablar sin ser interrumpida ni juzgada: «El verte así hace que me replantee mi afición por las motos. Soy motera, ¿sabes? Cuando mi hijo me pida que le compre una moto, aún es pequeño, no sé si le diré que sí tan fácilmente. Lo que sí sé seguro es que le hablaré de ti y de cómo te tuve que recomponer».

Como técnica en tanatopraxia, el Instituto Anatómico Forense era su lugar de trabajo, un lugar que a la mayoría de la gente le causaría respeto cuando no espanto. Sin embargo, a ella no le importaba pasar muchas de sus noches rodeada de cadáveres en la sala de autopsias, una estancia fría y desangelada. Se podía decir que, incluso, estaba a gusto.

Tras haber afeitado al motorista se concentró en el maquillaje y en la música que escuchaba a través de los auriculares: Mecano, su grupo preferido. Acababa de cumplir los cuarenta y se había quedado, en cuanto a gustos musicales, en los de finales del siglo pasado. Había dejado de sonar Un año más y comenzaban los primeros acordes de Hijo de la luna,un fraseo de piano que muy despacio antecedía a la voz de Ana Torroja. Cuando la maquilladora se detuvo para escuchar la primera estrofa: «Tonto el que no entienda…», y antes de que sonase la segunda, le pareció escuchar algo ajeno a la música.

Unos golpes.

Parecían provenir de los nichos situados a su espalda.

Se quitó uno de los auriculares y se giró para prestar atención. Los oyó de nuevo, y también un grito. Se quitó el otro y se acercó a las cámaras en las que se guardaban los cadáveres. Se preguntó qué podían ser aquellos golpes, solo un ser humano podía golpear así y pedir auxilio al mismo tiempo. «¡Cómo coño se han dejao a un tío vivo ahí dentro!». Exclamó atribulada y continuó maldiciendo: «Joder, ya, ya veo que me va a tocar a mí sacarlo, como si lo viera. Me cago en la puta. Venga, nena, coraje y a por ello».

Se armó de valor y se apresuró a abrir el cerrojo que sellaba el nicho. Los gritos y golpes crecían en intensidad al igual que los latidos de su corazón a medida que se acercaba. Se puso el pincel de empolvar entre los dientes, y ya con ambas manos libres, agarró la asidera de la bandeja y tiró de ella. Lo primero que vio fueron los pies y una etiqueta que colgaba del dedo gordo derecho, su vista recorrió el resto del cuerpo que estaba tratando de incorporarse, pero que no lo lograba porque se daba contra el techo. Ella tiró con mayor fuerza y la bandeja alcanzó su tope. Entonces vio cómo un hombre totalmente desnudo sacaba las piernas fuera de la bandeja y saltaba sin preocuparse de la altura, fuera de sí y dando manotazos al aire. La maquilladora no se apartó lo suficiente y una mano le dio en el rostro mientras el hombre caía de bruces al suelo. Se quitó el pincel de la boca, en el que quedó impresa la huella profunda de sus dientes, y se lo guardó en un bolsillo de la bata. A pesar del manotazo, ella se abalanzó instintivamente para ayudarlo a levantarse. No predijo la reacción de aquel individuo, no presagió que la pudiese rechazar braceando y obviase su ayuda. Se paró en seco y evitó tocarlo, pero no cejó en su intento de tranquilizarlo a base de pedirle reiteradamente que se calmase. «En realidad —se dijo— ambos deberíamos calmarnos, que estoy que no me encuentro».

Ella insistió:

—Cálmese, hombre. Cálmese, no pasa nada. Está usted a salvo.

Advirtió cómo él la miraba un poco más sereno, pero manteniendo todavía la guardia alta. Hasta que, de repente, vio que el hombre desnudo gateaba hacia el rincón más cercano y se ovillaba metiendo la cabeza entre las rodillas y abrazándose las piernas. Lo observó tiritar sin freno, lo que la llevó a pensar que debía estar muerto de frío, que, además, se sentiría muy débil y lo más seguro con hambre. Pudo oírle castañetear los dientes y ver cómo comenzaba a golpetearse a discreción en un desesperado intento de mitigar la sensación glacial que debía de sufrir en ese instante.

El hombre desnudo se dio cuenta de que había dejado su sexo al descubierto. Abandonó el golpeteo para taparse y balbucear palabras embrolladas:

—¿Dónde soy esto?

—Tranquilo. Todo está bien.

—El frío mucho y… ¿por qué?

—Ahora lo abrigo, no se preocupe.

Ella se acercó al motorista, le tomó prestada la sábana mortuoria que lo cubría y se la puso por encima al rescatado. Estimó que no iba a bastar para calentarlo, en la sala de autopsias hacía más frío que calor. Ella estaba acostumbrada, incluso lo agradecía pues la mantenía despierta.

—Ahora vuelvo. No te vayas a ir, ¿eh?

El hombre asintió. No supo si sonreír o qué responder. Seguía confuso. Tuvo la misma sensación que cuando despertaba de una anestesia: nunca sabía dónde estaba ni recordaba nada. Comenzaba a darse cuenta de que ella no era el enemigo, más bien al contrario: su salvadora. Vio cómo ella corría hacia una puerta y asintió esperanzado.

Ella salió de la sala y se dirigió a una habitación que hacía las veces de almacén de material diverso. Entró y buscó alguna manta u otra cosa que le sirviera para darle calor a aquel hombre desnudo y desvalido. No encontró nada más que los lienzos que se les ponía a los cadáveres para cubrirlos y mantener cierta dignidad, sobre todo a ojos de los familiares a la hora de identificarlos. Cogió un par de ellos y se los colgó del brazo. Iba a cerrar la puerta cuando algo de color dorado y estridente que sobresalía de un pequeño contenedor llamó su atención. Era una manta isotérmica de las utilizadas por las ambulancias en los accidentes. Sonrió de satisfacción y exclamó: «¡Qué suerte que ha tenido el tío!». La cogió y aceleró el paso para volver a la sala de autopsias. Nada más entrar dijo en voz alta y animosa:

—Mira lo que he encontrado. Con esto no vas a pasar más frío, te lo aseguro. Venga, vamos a ponértelo.

Se acercó, le quitó la sábana mortuoria y la dejó caer al suelo. Le cubrió bien las piernas y los pies, envolviéndolo a conciencia con los lienzos. A continuación, desplegó la manta térmica para colocársela por la espalda y cerrarla por el frente. Observó que el castañeteo del hombre remitía a medida que lo abrigaba. Sin pensarlo, comenzó a darle friegas por encima de la manta. Recogió del suelo el lienzo del motorista y le frotó la cabeza con él. Había leído en alguna revista que el calor del cuerpo humano se escapaba por las manos y los pies, y, sobre todo, por la parte que estaba masajeando en aquel instante. Intentó sin éxito hacerle un turbante, solo logró algo parecido a un vendaje.

Él consiguió, con voz mucho más clara y serena, articular unas palabras.

—Estoy mejor, gracias.

La maquilladora cesó las fricciones sobre el cuero cabelludo, se lo quedó mirando y exclamó:

—¡Madre mía! ¡Qué susto, por Dios bendito! Qué susto. Parece que no, pero estoy más asustá que un pavo el día de Nochebuena.

—Lo siento.

—Pero qué vas a sentir, hombre‚ si…, si tú eres el que debías estar más asustao ahí dentro. Por Dios, por Dios… Pero, pero ¿qué t’ha pasao?

—Eso quisiera saber yo.

—Bueno, pues vamos a averiguarlo, ¿no? Te tiene que ver un médico.

—No hace falta. Estoy bien.

—Pero qué dices, hombre. Vas a estar… Lo que pasa es que a estas horas aquí no hay nadie más que el guarda, y ese de medicina no tiene ni pajolera idea.

Él la sujetó del brazo y le dijo:

—No, no llame a nadie. Me noto el pulso bien, mire.

Le mostró la muñeca con la intención de que ella misma le comprobase las pulsaciones. La maquilladora le respondió que no tenía ni idea de cómo hacerlo, que lo suyo eran los muertos, no los vivos. Se quedó pensativa unos instantes, se dio la vuelta y se dirigió hacia otra mesa situada dentro de un despacho adyacente y separado por una mampara de cristal. Rebuscó entre una pequeña pila de papeles y extrajo una carpeta marrón rotulada con la fecha del día anterior. «Lo primero será ver quién es y qué coño le ha pasado», se dijo. Regresó junto al hombre, se agachó ante él y le sacó con cuidado la etiqueta que aún le colgaba del dedo gordo del pie. Leyó lo que ponía en voz alta:

—Lázaro Mars Ramoneda, varón, cuarenta y nueve años. Fecha fallecimiento: el doce de octubre de dos mil veintiuno. Joder, ¡ayer! ¡Fa-lle-ci-do! ¡La leche! Voy a ver tu expediente‚ que tiene que estar en esta carpeta.

La abrió y buscó que el certificado de defunción coincidiese con el nombre de la etiqueta. Ella leyó primero para sí, asentía y sonreía cada vez que comprendía algún término médico. Luego, ya en voz alta, le resumió a Lázaro Mars un batiburrillo entre lo que ponía el expediente y lo que ella había entendido.

—Bueno, dice que la causa inmediata de la muerte es un «shock hipovolémico secundario a lesión traumática grave»; o sea, «una hemorragia masiva que acabará en una parada cardiorrespiratoria». Lo de siempre cuando os da por moriros por golpetazos. Ahora bien, parece que alguien también apreció «contusiones en el hemicuerpo derecho y en la zona parietal derecha». O sea, no dice nada sobre la causa de esos golpes, a excepción de «la presencia de hematomas». O sea, que se cayó y se dio un buen porrazo.

La maquilladora se detuvo un instante para comprobar si el hombre estaba entendiendo lo que decía. No le quedó muy claro, a tenor de la cara inexpresiva que él ponía. Ella decidió, de todas formas, continuar su narración.

—Bueno, y también dice que «se recomienda un informe pericial y autopsia médico legal por las condiciones aparentemente violentas del fallecimiento». Y añade: «se recomiendan pruebas complementarias de imagen para determinar con exactitud lesiones responsables de la muerte». O sea, que está aquí para que le hagan un TAC, pero conociendo al forense, un tiquismiquis, seguro que le abre también, pa verlo, más que nada, con sus propios ojos.

—Pues va a ser que no.

—No, claro. No va a ser… Joder, no. Un golpetazo lo causó. Caray.

Ella se quedó ensimismada. Él incidió en lo que acababa de escuchar y dijo:

—Es decir, que me di, o me dieron, un golpe. Me desmayé y perdí el conocimiento, entré en coma o algo así y se me paró el corazón al cabo de un tiempo. Más o menos dice eso, ¿no?

—Hombre, por la poca medicina que estudié en el curso de tanatopraxia, creo que viene a decir que quieren estar más seguros sobre lo que provocó el paro cardíaco. Que al juez de guardia o al médico forense no les ha bastao con lo de parada cardiorrespiratoria del certificao.

—¿Quién firma el certificado?

Ella lo miró extrañada por la pregunta. Sacó el clip que unía los diversos informes y actas que conformaban el expediente, eligió un formulario amarillo que se titulaba «Certificado Médico de Defunción» y se lo mostró. Lázaro reconoció la firma y leyó el nombre del que signaba en voz alta.

—Doctor Anselmo Ramírez de Ascarza. El puto Selmo.

—¿Qué pasa? ¿Lo conoce?

—Pues sí. Estaba en casa esa noche.

Ella se estremeció y balbuceó.

—¿La noche en la que te moriste?

—Creo que sí. Hay algo raro, algo pasó. No sé el qué. Me viene un recuerdo borroso, pero sobre algo violento.

—¿Violento? Mira, Lázaro. Te puedo tutear, ¿verdad? Es una mala costumbre, ya lo sé, pero es que no me sale lo del usted, pero ni con los abueletes me sale.

—Eh, sí, claro. Claro, no te preocupes.

—No sé lo que está pasando aquí, ni lo que pasó antes, pero lo que sí sé es lo que pone ahí. Aunque me he saltado alguna cosilla, ahí pone que estás muerto. Violenta o no, ese doctor firmó tu defunción.

Lázaro le pidió el resto de papeles que ella sostenía en la mano. Ella se los dio y se sentó a su lado. Él los ojeó por encima en busca de lo que ella le acababa de decir y escogió un impreso amarillo:

D/Dña. Anselmo Ramírez de Ascarza… En Medicina y Cirugía… Colegiado en…. Con el número… CERTIFICO la defunción de:

Lázaro Miguel

Mars Ramoneda

Fecha nacimiento: 14.04.1971 Sexo: Varón

Hora y fecha de la defunción: 03 horas 30 minutos. 12.10.2021

Municipio en que ocurrió la defunción: Madrid

Domicilio particular.

1 (a) Causa inmediata defunción: parada cardiorrespiratoria

2 (b) Causas antecedentes:

3 (c) Causa inicial o fundamental: 

Dejó de leer y alzó la vista. Volvió a mirar el acta de defunción y dijo:

—Aquí no dice lo que me has leído antes, sobre el golpe y todo lo demás.

Ella retomó los papeles que le había dado y los revisó bien. Sacó otra acta de color amarillo y dijo:

—¡Coño! Es que hay dos certificados, si te fijas. Este que acabas de mirar tú, que parece el primero y lo firma ese tal doctor Ramírez etcétera, y este otro que es el que he leído yo, y que también es un certificado médico de defunción, pero que lo firma otro colegiado, con otro número. La forense. Míralo bien, lee aquí:

D/Dña. María de la Paz Gómez Parra. Doctora en Medicina Legal. Colegiada en Madrid. Con el número 12349008

Leído el encabezamiento, ella le señaló el final del certificado con el dedo. Y él leyó en silencio:

1 (a) Causa inmediata defunción: parada cardiorrespiratoria.

2 (b) Causas antecedentes: lesión cerebral.

3 (c) Causa inicial o fundamental: traumatismo craneoencefálico.

Lázaro Mars puso cara de no entender bien lo que sucedía y dijo:

—Mosqueante, ¿no? Que haya dos certificados, digo. En uno dice que se me paró el corazón y en el otro que me di o me dieron un golpe, tuve hemorragia y por eso se me paró.

—La verdad es que sí. Por eso estás aquí, para que te exploren el coco. Tiene que haber intervenido un juez o la poli; si no‚ tú no estarías aquí, estarías en la funeraria, en el tanatorio o a punto de… horno.

—Coño, sí. Todo esto es espeluznante, joder. He muerto dos veces y he resucitado una. Joder, joder.

Ella se encogió de hombros. Se miraron y permanecieron callados durante al menos dos minutos. Al final ella dijo:

—Eso pone.

—En mi casa.

—Eso parece.

—Tengo lagunas.

—Eso es normal.

—Tengo hambre.

—Eso es bueno.

Lázaro sonrió ante la reiteración de obviedades que su salvadora le estaba dedicando. Se dio cuenta de que no sabía su nombre y se lo preguntó. Ella respondió amable:

—Ay, es verdad. Tina. Me llamo Tina, de Ernestina, por mi abuela.

—Encantado, Tina.

Tina asintió y lo acompañó de una grande y bella sonrisa.

—Ya, encantada. Sobre todo‚ de que estés vivo. Vaya susto, yo ya estoy algo más relajá. ¿Y tú?

—¿Relajado? Pues no mucho, qué quieres que te diga. Confuso, muy confuso.

—Eso es natural.

Lázaro Mars se rio con ganas. Le resultaba una liberación. Aquella mujer lo había rescatado de su encierro, lo había abrigado e incluso se había preocupado por saber qué pudo haberle sucedido y, encima, lo hacía reír. La observaba mientras reducía la carcajada hasta convertirla en una amplia sonrisa. Encontró que era una mujer de rostro alegre y pizpireta, pecosa y de nariz respingona. De ojos grandes de color miel, de pelo taheño oscuro y rizado. Le sorprendió que apenas estuviese maquillada, lo que no decía mucho de su oficio, o al revés, pensó: «Si no lo necesitas, no lo compres». Concedió que ese era el caso, porque ella tenía la frescura y belleza suficientes para resultar atractiva. No quería fijarse en aquel momento en el cuerpo que se ocultaba bajo aquella bata blanca, holgada y abrochada por completo. Aventuró una edad: la encontraba algo más joven que él, cinco o seis años, a lo sumo. Cesó la risa y le dijo:

—Tina, te tengo que dar las gracias mil millones de veces. Si no fuera por ti me congelo ahí dentro. Ahora sí que la hubiera palmado, pero bien.

—Pero igual sí que la palmaste y resulta que has resucitao. ¿Tú no te acuerdas de na? Digo, durante las horas que estuviste ahí dentro, ¿estuviste siempre inconsciente?

 —No estoy seguro. Bueno, no me vas a creer, pero… No, nada.

—¿Qué? Venga, dime.

—Creo que vi algo, ya sabes. Lo que dicen: la luz blanca y todo eso.

—No jodas.

—Me parece que sí. A ver, creo, no estoy seguro.

Tina abrió mucho los ojos y preguntó:

—¿Viste una luz?

—Sí. Muy blanca, muy plena.

—¿Y gente? ¿Viste a alguien?

—Bueno, creo que vi a mi padre, recuerdo que me sonreía.

—¡Coño! La leche.

Lázaro se encogió de hombros y prosiguió relatando su experiencia.

—Hay más. Lo más extraño.

Se calló y la miró. No sabía si contárselo. Hasta a él le estaba sonando todo increíble, los recuerdos tras su muerte se mezclaban con los anteriores al deceso. Todo le resultaba aún confuso, si bien, la claridad de ideas y recuerdos se iban armando despacio, pero firmes.

Tina no pudo aguantar más.

—Joder, suéltalo ya, que me tienes en ascuas.

—Vale, pues que estaba yo. Es decir, alguien exacto a mí. Yo creo que era yo mismo, pero con más años, más viejo. Y me habló.

—¡La leche! ¿Y qué te dijo? O te dijiste tú mismo, qué lío.

—Que tenía que volver, que me quedaba vivir la prórroga.

—Como en el fútbol. Lo pillo, pero como muy raro todo, ¿no?

Lázaro conformó un gesto de extrañeza, de duda, pero acabó por asentir.

Ella insistió curiosa:

—¿Y no tuviste miedo de los fantasmas esos?

—No, no tuve miedo. Me encontraba más tranquilo que nunca en mi vida. No sé, feliz. Sí, feliz. Esa es la palabra: feliz.

—Vaya. Bueno, igual todo fue una alucinación, ¿eh? Por el frío más que na. La hipotermia creo que te hace desvariar.

Tina reposó una mano sobre el antebrazo de Lázaro y remarcó:

—Lo has soñao. To eso lo has soñao, no te preocupes.

Él asintió para, a continuación, encogerse de hombros y convenir:

—Quizá tengas razón y todo fue una alucinación por el frío. Porque, ahí dentro, hacía un frío de pelotas.

—Ya te digo. Estabas casi a bajo cero, no sé esastamente cuánto, pero muy pocos grados, cuatro o por ahí.

—Gracias, de nuevo.

Ella sonrió y dio un manotazo al aire para quitarse importancia.

Él le pidió un nuevo favor.

—Tina, tengo que salir de aquí.

—Tú estás p’allá, tío. Lo que hay que hacer es llamar a la poli, y que investiguen si te diste un golpe o te lo dieron, que me da que es de lo que te estás coscando desde hace un rato.

Lázaro Mars la miró y permaneció callado.

A ella le pareció que él reflexionaba sobre su propuesta lo que la tranquilizó. Le duró muy poco porque al fin él propuso:

—Nada de policías.

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IDÉNTICAS

IDÉNTICAS

Quien conducía la limusina sabía que debía abandonarla antes de que la policía descubriese lo que ocultaba en el maletero. Tenía varias contusiones, ninguna de importancia. La más molesta la sentía en el costado derecho, se había golpeado con el cambio de marchas. También le dolían una rodilla y un tobillo. No tenía tiempo para lamentos. Se liberó del cinturón de seguridad, bajó la ventanilla y se dispuso a salir por ella.

Un chapero, en retirada por la falta de clientes a esas horas en el parque del Oeste, vio el accidente desde lejos. Hacía bastante frío y una escarcha helada lo cubría todo. Era el momento del día en el que la claridad se abre paso y deja atrás la oscuridad encubridora. 

El testigo no se acercó a la limusina. Se limitó a llamar al 112 e informar. No tenía ninguna intención de quedarse y que la policía lo interrogase. Desde lejos, y sin acercarse un milímetro, pudo observar que el motor estaba en marcha, las luces encendidas y la ventanilla del conductor bajada. Le pareció ver que alguien salía por ella y se alejaba algo renqueante pero deprisa. Todo esto se lo calló. «Un accidente grave», fue lo único que les dijo antes de colgar el móvil que acababa de sustraer a uno de sus clientes. Le fastidió tener que deshacerse de él, uno de los modelos más caros, pero no podía exponerse a un interrogatorio. 

Una dotación del Sámur y una de la Policía municipal llegaron ululando sus sirenas al mismo tiempo. Las silenciaron y bajaron de sus vehículos. Los municipales, a primera vista, dedujeron que la limusina había dado varias vueltas de campana hasta quedar apoyada sobre el costado del copiloto, mostrando su panza. Se encontraba al final de un parterre, a unos cuarenta metros de la calzada. Todos los efectivos presentes descendieron hasta el coche. Un agente municipal, al ver que no había nadie en el vehículo, se dirigió al grupo:

—¿Y el conductor? 

El técnico en emergencias sanitarias fue el único que se atrevió a especular: 

—Igual era un ladrón y el coche era robao. Iba a toda hostia, ha derrapao y se la ha pegao. El tío ha salío por piernas antes de que llegaseis. 

Al municipal no le gustó que el sanitario ejerciera de policía y dijo:

—Parece que no hay nadie. Por mí, podéis iros.

—¿Seguro? 

—Mira tú mismo. A ver si lo ves mejor que yo.

Se asomaron por el parabrisas los dos policías y el técnico. Iluminaron el interior con las linternas a conciencia. Allí dentro no se veía a nadie.

Otra dotación de la Policía municipal se orilló a la acera. Hizo aullar la sirena, advirtiendo de su presencia a los compañeros situados más abajo.

El médico, al ver que habían llegado más refuerzos y que ellos ya no eran necesarios en aquel lugar, les anunció a los municipales que se marchaban. En ese preciso instante llegó la grúa que habían pedido a la central. Descendió por el terraplén y se situó en perpendicular al vehículo siniestrado. Engancharon un grueso cable de acero a la manecilla de la puerta del conductor y accionaron el motor para recogerlo. La limusina, tras un breve traqueteo, quedó asentada sobre sus cuatro ruedas. A consecuencia del enérgico movimiento, el maletero se abrió.

Al acercarse el mecánico a cerrarlo, miró en su interior. Dio un respingo. Se giró hacia los municipales que se habían alejado y les gritó:

—¡Aquí! ¡Aquí!

Aquellos lo miraron extrañados. Los sanitarios, que ya se iban, se asomaron por la ventanilla a ver qué eran aquellos gritos. Detuvieron su marcha. El médico se apeó de la ambulancia y se dirigió hacia el vehículo accidentado. El municipal que parecía llevar la voz cantante preguntó en voz alta:

—¿Qué pasa? 

El gruista, muy nervioso, no acertaba a decir otra cosa que:

—¡Aquí! ¡Aquí! ¡Aquí!

El policía se asomó al maletero y pudo ver la razón de la inquietud del mecánico: el cuerpo de una mujer joven yacía en su interior. En posición fetal. Inmóvil. El médico, nada más llegar a su altura, se hizo el interesante:

—Vaya. Así que había alguien. 

—Ya ves. Un fiambre, parece. 

—Pues si es un fiambre es cosa de Criminalística, no de nosotros.

—Bueno, ya que estás aquí, tú mira a ver.

—Eso iba a hacer, qué te creías.

El médico se asomó al maletero y observó su inesperado contenido. Lo primero que hizo fue tantear el pulso de la yugular. Débil, pero tenía pulso. Estaba viva. Comprobó también su iris. Definitivamente, viva. Parecía sedada más que dormida, pues no respondía a los estímulos que le daba en forma de cachetes. Observó que tenía un gran moratón en la frente y un hematoma detrás de la oreja derecha; especuló que seguramente había perdido el conocimiento por el choque. No apreció más heridas a simple vista.

Llamó a sus compañeros y les pidió que bajasen la camilla. Le aplicaron oxígeno, le pusieron un collarín por precaución y la metieron en la ambulancia con destino al cercano Hospital Clínico. 

Un coche patrulla de la Policía nacional, más otro vehículo camuflado, con un subinspector y un oficial, estacionaron junto al vehículo de la Policía municipal. Se acercaron a la pareja de guardias que estaba custodiando el siniestro. Se habían refugiado en su vehículo y encendido la calefacción, esa mañana de febrero estaba siendo muy fría. Uno de ellos nada más ver a los investigadores se bajó y les dijo, quejumbroso:

—Ya era hora. Hace casi una hora que acabé mi turno y seguimos aquí todavía. De custodia. 

Uno de los agentes del coche camuflado respondió, displicente:

—A mí qué me cuentas. Nos acaban de llamar.                      

—Ahí abajo lo tenéis. No hay nadie. El conductor se las piró. No es de extrañar, llevando el paquete que llevaba. Una chica, parecía muerta, pero no. Afortunadamente. En el maletero la tenía.

El subinspector Aranda, el de mayor rango de los investigadores, le preguntó si la chica estaba atada. El municipal le respondió que no, que estaba sin ataduras pero sin sentido, como muerta. El subinspector quiso saber más:

—Se la han llevado los del Sámur, supongo.

—Efectivamente. Hace un buen rato. Al Clínico, me dijeron.

El detective bajó por el prado hasta donde se encontraba la limusina negra. Observó la matrícula de color azul con los números y letras en blanco. La fotografió con su móvil y la envió a la comisaría con la indicación de que averiguaran, en la compañía de limusinas propietaria de esa matrícula, quién estuvo asignado a ese vehículo en el turno de la pasada noche.

El subinspector se dirigió al gruista en tono autoritario:

—Usted, lleve el coche siniestrado al depósito municipal de la avenida Valladolid. No toque nada. Simplemente lo lleva y lo baja. Ni se le ocurra abrirlo.

—Vale, jefe.

—Mandaremos a los ITO para allá, que hagan una inspección a fondo. Andando. Váyase ya.

Azuzó a su ayudante para que regresara al coche.

—Venga, Ibáñez. Nos vamos a comisaría. Aquí no hacemos nada.

—¿No deberíamos ir al hospital? Igual la chica ya se despertó y nos podrá decir quién la metió en el maletero.

El subinspector Aranda se quedó mirando a su ayudante con desdeño. Tenía razón. Lo lógico era pasarse primero por el hospital, pero antes muerto que obedecer a un subordinado. No respondió. Se puso al volante y se dirigió hacia la comisaría. En su estúpida mediocridad primaba la autoridad que le otorgaba un rango superior. Vencer antes que convencer. El joven oficial se encogió de hombros y calló.

El subinspector Aranda cambió su tono despótico habitual por otro mucho más dócil en cuanto tuvo que reportar a su jefe inmediato, el inspector Ignacio Cuevas, quien nada más verlos entrar les preguntó: 

—¿Qué era lo del parque?

—Una chica en un maletero. Se la han llevado al Clínico. Está sin conocimiento, pero viva. El conductor, posiblemente un taxista de esos de Uber o Cabify, no aparece. Se ha esfumado. Lo estamos buscando.

—¿Venís del hospital entonces?

—No. Pensábamos ir ahora. Antes quería reportarte.

—Pues no me estás reportando mucho, Aranda. Mejor os vais a hablar con la chica a ver qué le han hecho. Parece un secuestro abortado por un inoportuno accidente.

Encontraron a la chica recostada. A pesar de su cara de aturdimiento les resultó muy atractiva: rostro bello y sereno, grandes ojos verdes muy claros, casi transparentes, enmarcados por unas cejas apenas depiladas, y unos asombrosos labios acolchados, en ese momento algo exangües. Una media melena de color caoba y lacia colgaba sobre los hombros. Estaba despierta pero desorientada, hablaba con una enfermera que le comprobaba las constantes. No tenía fiebre, el pulso y la oxigenación eran buenas, la presión arterial, normal. La chica le estaba diciendo que únicamente tenía un fuerte dolor de cabeza y que no recordaba nada de lo sucedido. La enfermera la tranquilizó:

—Ahora te harán un TAC, no te preocupes.

La joven miró con curiosidad a aquellos dos individuos que irrumpieron decididos en el box de urgencias que le habían asignado, como si estuviesen en un concurso de policías mostrando las placas en alto. Sus ojos pasaron de los distintivos policiales a la enfermera, y conformaron una mirada de clemencia que la sanitaria captó al instante para reaccionar e increpar a los intrusos:

—¿Qué hacen aquí? Aquí no se puede estar.

El detective de mayor rango la interpeló: 

—Como puede ver, somos policías, el subinspector Aranda y el oficial Ibáñez. Necesitamos hablar con la señorita. Lo antes posible.

—La paciente necesita descansar. Está agotada, desorientada y además tiene un fuerte dolor de cabeza.

—Solo será un instante. Necesitamos saber su nombre y qué le ha pasado.

—Tendrán que solicitar permiso al doctor Aguado para hablar con ella.

La enfermera se alejó de la cama y corrió la cortina que separaba los lechos, dando a entender que se había cerrado una imaginaria puerta. Ibáñez descorrió la cortina y le hizo una foto a la chica con el móvil. La volvió a correr antes de que la enfermera dijera algo. Su jefe ni se inmutó, simplemente le dijo:

—Ibáñez, hay que encontrar a ese doctor Aguado. Yo no me voy de aquí sin averiguar qué le pasó a la chica.

—En admisiones igual saben dónde encontrarlo.

Por toda respuesta, el subinspector Aranda lanzó un gruñido.

Tras las cortinas, la joven accidentada se abrazó a Morfeo y se durmió profundamente. Al dios de los sueños le gustó tanto el abrazo que ya no la soltó. A las dos horas, la chica del maletero moría como consecuencia de una hemorragia masiva repentina. La posterior autopsia determinaría que fue a causa de los fuertes golpes recibidos en su cabeza: le provocaron una hemorragia interna lenta y letal. 

A los policías no les dio tiempo de averiguar quién era aquella chica y qué le había sucedido. Cuando, por fin, el doctor Aguado los recibió, la joven había entrado en coma profundo. Al llegar a la comisaría para informar a su jefe, recibieron la llamada del hospital con la trágica noticia. Les tocaría volver con una orden del juez, tomar huellas, ADN y más fotografías; todo con el objetivo de averiguar quién era.

Aranda se quejó en alto:

—Adiós al fin de semana.

Ibáñez, una vez más, calló. 

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LLÁMAME MAMÁ

LLÁMAME MAMÁ

Antes de empezar

La quiere solo para él. No desea compartirla con nadie. Cualquiera que intente entrometerse será considerado un intruso. Y tendrá consecuencias. Hoy ella se casa. Unos la miran, la mayoría la desean, solo uno la ama. Mauro cree que su madre está guapísima: más elegante, carismática y bella que nunca. No viste de blanco sino de beige. No lleva velo ni tampoco sombrero, ni tan siquiera un tocado. Toda su belleza al descubierto.

En el juzgado los invitados están atentos al sí quiero. Son una pareja algo mayor a las habituales. Son segundas nupcias para ambos. Hay descendientes presentes. Uno por contrayente.

La madre de Mauro fue modelo de un cotizado pintor y padre biológico de su único hijo. Joven, hermosa y de formas perfectas. Estudiosa, resuelta y alegre. Y enamorada. La perfecta esposa para un genio, para un artista de renombre. Apenas diecinueve años y embarazada de Mauro el día de su boda. Cuarenta y dos años en esta. Las trompas ligadas. Ya no es modelo. Aquello fue para ganar un dinero extra y pagarse los estudios. Ahora es profesora de Lengua y Literatura Española en un colegio elitista de Madrid. Viuda del pintor desde hace cuatro años, hoy se ha vuelto a casar. El novio es el rector de la institución en la que ambos trabajan.

Esta historia empezó hace veintitrés años, en el estudio.

Capítulo 1

Elvira notó que Oriol había dejado de mirarla como pintor para mirarla como hombre. Fue un instante. Un cruce de miradas y lo supo. Ya nada sería igual entre ellos.

El artista la eligió por su elegancia natural. Siempre componía  posturas atractivas sin necesidad de que el pintor le indicase demasiado, un simple gesto bastaba. Ella lo intuía con muy poco. Esa inteligencia tan intuitiva, sin necesidad de palabras, lo conquistó. No hablaban mucho, pero cuando lo hacían, la cálida voz, de hablar pausado y perfecta dicción de Elvira, lo tenía cautivado.

Durante aquella sesión él le había pedido una nueva pose. Provocadora a todas luces. Completamente desnuda. De frente, recostada en un sillón de terciopelo rojo cardenal, con un pie que acariciaba el suelo y el otro colgando sobre uno de los reposabrazos. Abierta de piernas, por fuerza. Hasta entonces las posturas que le había pedido durante las sesiones anteriores, siete con esta, habían sido siempre medio cubierta, de espaldas, de escorzo o tumbada con las piernas encogidas y abrazándolas. Nunca abiertas, nunca de frente. El pintor comenzó a realizar comentarios sobre su cuerpo y siguió con más peticiones.

—No te depiles el pubis. Déjatelo así.

Elvira asintió sin moverse apenas.

—Ni las axilas. Déjatelas crecer de nuevo.

La petición extrañó a la modelo. Enarcó las cejas. El pintor apartó la vista del lienzo para encontrar los ojos de ella.

—La depilación es una moda reciente. Yo quiero que mis

obras sean atemporales. Te quiero tal cual. Sin retocar. ¿De acuerdo?

Asintió de nuevo Elvira. No pudo reprimir una sonrisa.

—Así, así. Sonríe, pero no tan dulce. Más malilla. Trata de darme una expresión más…, más buscona. Como si me invitaras a follarte.

A la modelo se le borró la sonrisa, no se esperaba un comentario de ese calibre. Trató de recomponerse por la petición. Se removió un poco en el sillón para volverse a poner como estaba al principio. Bajó la cabeza, se concentró y cuando la levantó su expresión era más procaz, si cabe, que la pose adoptada. Sus labios, humedecidos gracias a un veloz lamido, se habían despegado ligeramente. Conformó una sonrisa impúdica. La acompañaba de una mirada intensa. Anfitriona. De aquí estoy, esperándote.

Así lo interpretó Oriol.

Limpió el pincel mecánicamente. Lo dejó junto a la paleta. Se limpió las manos sin dejar de mirarla. Se acercó, la abrazó y besó. Sin pedir permiso,  lo dio por concedido: por la mirada proyectada por aquellos intensos ojos verdes y por la apertura de aquella sugerente boca. Se dio por invitado. Pero Elvira decidió que no habría barra libre de momento. Aceptó el beso, pero no hizo nada por desnudarlo ni atraerlo hacia su cuerpo. Al contrario, lo separó con delicadeza interponiendo sus brazos ante la segunda andana de besos. Luchaba contra sus hormonas, que le pedían aceptarlo y participar activamente en el juego sexual con su admirado pintor. Sus neuronas, por el contrario, le aconsejaban mantener la distancia. Fijar la relación en lo puramente profesional. Sí, pero no. No, pero sí. Las hormonas, finalmente, se impusieron en su decisión ante la perseverancia de Oriol.

Elvira cejó en su defensa y se lo quedó mirando. Lo observaba embelesada mientras él se despojaba de su mono de trabajo. No lo ayudó, ni se precipitó sobre él. Lo vio venir en posición de entrar a matar, ella, lejos de agachar el testuz, permitió la estocada. De golpe su admirado pintor ya no la intimidaba, al contrario lo deseaba. Totalmente excitada, se dejó hacer mientras lo acariciaba primero y lo atenazaba después. Liberada y desinhibida. Sin precaución. Al natural. Como era ella. Irresponsable, como era él.

La pintase o no, Oriol y Elvira tuvieron muchos más encuentros sexuales. Prácticamente cada día durante dos meses. Elvira descubrió el placer que su propio cuerpo podía proporcionarle y el gozo añadido de compartirlo con un hombre tan bien esculpido y dotado como Oriol. Ella apenas tenía diecinueve años. Él rozaba los veintisiete, pero parecía mayor, mucho más experimentado en el intercambio sexual, muy varonil, seguro y dominador. El pintor le resultaba muy atractivo. Sus amplias espaldas, el torso musculado, los fuertes brazos y expertas manos la atraían sin remedio. La dureza del rostro de Oriol: los grandes y fuertes pómulos, la recia quijada, la cerrada barba y aquellos grandes ojos negros que parecían ver lo más profundo de ella. Intimidatorios. Tan oscuros como su ensortijado e indomable pelo. Todo en él rezumaba masculinidad y testosterona. Elvira lo encontraba sumamente atractivo y enseguida se enamoró. Él también quedó prendado de aquel cuerpo hermoso, perfecto y joven. El amor no era su fuerte, aun así, sintió bastante afecto y atracción, más allá de lo meramente sexual, por Elvira. Estaba bien con ella. En esos primeros meses de relación, sin embargo, únicamente salieron tres veces a otro lugar distinto de aquel diminuto estudio. No se podía considerar una relación de pareja habitual. La modelo le siguió cobrando por posar, como el primer día.

Tras la segunda falta visitó al ginecólogo de su hermana mayor. Estaba embarazada de diez semanas. Lo hablaron. Consideraron el aborto. En un principio, decidieron que eran demasiado jóvenes para ser padres. Fue un falso acuerdo. Elvira tenía miedo a la interrupción quirúrgica. Por otra parte, quería vivir deprisa. Ser madre ya, tanto como si él quería como si no. Lo volvieron a discutir. Un deseo infantil. Una ensoñación. Jugar con muñecas otra vez. Invitaba a Oriol a elegir nombres, aun sin conocer el sexo del feto. Él aceptaba el juego a regañadientes. No quería tener un hijo y menos en aquel momento en el que sus cuadros comenzaban a venderse. Le faltaba un buen marchante, un galerista que entendiera su obra y lo lanzase. En eso estaba concentrado. En hacerse un hueco en el difícil mundo del arte. Un niño era un obstáculo para sus planes. Sin embargo, cada día estaba más fascinado por Elvira. Su belleza le resultaba subyugante. Su activa participación en los juegos sexuales lo tenían sometido. Su lozanía, simpatía y ganas de vivir eran contagiosas. Poco a poco Oriol cayó en las redes de la modelo, ahora su pareja oficial. Lo era desde el  día que decidieron que ella no le cobraría más y acordaran que se vendría a vivir con él en su pequeño apartamento y estudio

Elvira se convenció en tener aquella criatura, sobre todo cuando en la tercera visita al ginecólogo, ya de veintiuna semanas, le dijeron que estaba en cinta de un varón. Le quedaba una semana de plazo para abortar legalmente, y solo si alegaba un supuesto que no se daba en su caso. La suerte estaba echada. Sería madre. Lo que ella deseaba. Resolvió seguir estudiando su carrera a distancia. No se veía yendo a clase embarazada. Pero el niño lo iba a tener, quisiera su padre biológico o no. Estaba decidida. Lo discutieron.

—Voy a tener el niño.

—Ya lo has decidido. Tú solita. ¿Yo no cuento?

—Bueno, es mi cuerpo. Yo decido.

—Desde luego, pero yo también tengo algo que decir ¿no?

Elvira buscaba dónde sentarse. La chaiselongue estaba llena de cojines, mantas y unas cajas que no había visto antes. Oriol estaba sentado sobre el taburete que utilizaban las modelos. Sólo quedaba la cama, deshecha, a unos pasos. Se decidió por el lecho. Estiró las sábanas y se sentó.

—Claro que cuentas, por eso te lo comento.

—No, no me lo estás comentando. Me estás anunciando tu decisión.

—Ya te he dicho que decidía yo.

—Sí, pero vivimos juntos. Y resulta que a mí no me viene bien ahora tener un niño. Tengo otras preocupaciones, ¿entiendes?

—Ah, sí. Tu carrera pictórica. Ya me lo sé. Cien por cien de concentración. No molestar. No entres, no salgas, no hagas ruido. Calla, silencio…

—Pues sí. Eso. No molestar. No distraerme. No puedo soportar los llantos de un bebé. Me desconcentran.

—Si llora lo sacaré de paseo. No te molestará, podrás pintar todo lo que quieras.

Oriol se levantó del taburete y fue a sentarse junto a ella. Le cogió las dos manos.

—¿Te crees que no lloran por la noche? Eres una cría. No sabes lo que te espera. Lo que nos espera.

—Me alegra que te incluyas.

—Qué remedio. Te veo muy decidida y no soy un cabrón. Soy el padre. Tengo una responsabilidad, creo. Ahora bien, Elvira, ya te lo advierto: no pienso ocuparme del niño. No voy a cambiar ni un pañal, ni lo voy a bañar, ni acunar. Si llora, será cosa tuya. Yo tengo que dormir bien para pintar bien. Necesito descansar. El descanso es fundamental para la inspiración.

—Qué morro tienes. Di que no te apetece o que no sabes ni quieres aprender, pero no me digas que necesitas descanso para inspirarte. A ti te inspiro yo, ¿o no?

Lo rodeó con los brazos y lo besó. Súbitamente Elvira despegó los labios.

—¿Te vas a casar conmigo, también?

—Oye, paso a paso, ¿vale? Sin agobios. De momento vamos a echar un polvo.

Elvira aprendió a cocinar y se encargó de todas las tareas domésticas. Tenía terminantemente prohibido tocar nada de la parte dedicada a la pintura. No podía mover un lienzo de sitio, aunque molestase en el camino hacia la cocina o el baño. Su contribución a la economía familiar se circunscribía a posar, a cocinar y fregar. Todo gratis. Incluso aprendió a planchar, para ella, porque a Oriol no le importaba llevar la ropa arrugada, porque, aseguraba, la arruga iba más con su imagen de pintor bohemio. Ella asumía que aquello eran cosas de artistas y lo dejaba estar.

A medida que el embarazo resultaba más obvio y la tripa crecía, las ganas de encuentros sexuales por parte de Elvira aumentaron. Sus hormonas estaban desatadas. Sus demandas y acoso incluso resultaron agobiantes para su pareja. Elvira estaba de siete meses. Oriol consideró que era su deber reconocer el fruto de sus encuentros. Se consideró culpable del embarazo. Se casaron dos meses antes del parto. Muy pocos invitados. Familia estrecha y nadie más. En total no más de una docena de personas en el juzgado. Menos aún en el convite: los padres de él se volvieron a Barcelona en el tren de las cuatro.

Oriol realizó una serie de pinturas siguiendo el embarazo, una por mes. Al octavo mes dejó de pintarla y de acostarse con ella. Ya no le atraía como antes. Se estaban convirtiendo en un matrimonio como muchos otros. Contrató a otras modelos, igualmente jóvenes y bellas, si bien Elvira siempre les encontraba algún defecto: poco pecho, demasiado pecho, bajita, escuálida, gordita, culona o lánguida. Y se lo decía a su compañero, que asentía sin demasiada convicción y seguía a lo suyo. A pintarlas y acostarse con las que consentían en cuanto Elvira estaba fuera. Las ausencias de ella eran cada vez más frecuentes: en el médico, con su hermana, mirando carritos, cunas o eligiendo ropa para Mauro. Ella eligió el nombre tras innumerables sesiones de búsqueda en el santoral y explorando el significado en Internet. Oriol, una vez más, pasó. Únicamente se interesó por la acepción cuando nació. No entendió mucho la elección, ni la razón. No compartía el razonamiento de su pareja. Lo encontró muy rebuscado, tanto el nombre como el significado.

—Yo no soy moro ni lo parezco.

Oriol lo inscribió en el Registro con el nombre de Mauro Mauri Girò Mendoza. Una inscripción rebatida por el funcionario por tratarse del mismo nombre de pila en dos lenguas diferentes. Oriol Girò, catalán afincado en Madrid buscaba hacer carrera en la capital, que creyó mucho más pujante, más abierta e internacional que su Barcelona natal. Oriol no había dejado de sentir su sangre catalana y sus tradiciones. Él lo llamaría Mauri, aunque estuviesen en Madrid. Cosas de catalanes, respondía siempre Elvira, cuando alguien disimuladamente le preguntaba por esa extravagancia.

Alice Patterson, una de las galeristas más pujantes de España, con galerías en Madrid, Nueva York, Berlín y Singapur, se fijó en Oriol y en su pintura.

            —Creo que tu obra es muy original. Romperemos el mercado. Ya verás.

            —¿Tú crees, Alice?

            —Absolutamente. Déjalo en mis manos.

            La galerista le tendió la mano a modo de pacto adicional al contrato que iban a firmar a continuación. El pintor alcanzó la otra y elevó ambas manos hasta sus labios para besarlas.

            —En ellas te confío mi obra y mis ambiciones. No me defraudes, por favor.

            Alice se limitó a sonreír y asentir.

            La obra de Oriol comenzó a venderse de verdad, lo que les permitió mudarse a un pequeño chalé en la sierra madrileña. Buena luz, naturaleza, vida tranquila. Ideal para el pintor, ideal para que Mauro creciera respirando aire puro.

Ideal para Elvira. Una cocina espaciosa para su, cada vez más avanzada y exitosa, carrera como cocinera online. Le gustaba experimentar con platillos tradicionales y convertirlos en fusiones, nuevos desarrollos, nuevas mezclas. Algunas desastrosas, que rápidamente desechaba, y otras maravillosas que subía a su canal de YouTube, con excelente acogida y comentarios. En la paz serrana también consiguió centrarse en sus estudios a distancia y terminar la carrera.

Cuando Mauro cumplió tres años, el canal de cocina de Elvira tenía más de mil seguidores. Pensó en monetizarlo. Necesitaría más suscriptores, al menos el doble o el triple. Se le ocurrió especializarse en niños. En recetas divertidas para que los niños apreciaran la comida y no se aburrieran. De elaboración sencilla para las madres, platos que fueran bien aceptados por los exigentes bajitos sentados a la mesa. No solo explicaría los platos, también contaría las experiencias con su hijo. Lo bien que comía, cómo jugaba, lo que le iba bien para los dientes, para reducir los gases y dormir como los ángeles. El banco de pruebas sería su propia cocina y el exigente jurado, su retoño. Dicho y hecho. Daba muy bien en cámara. Su voz y dicción enamoraban. Y su belleza estaba acorde con la calidad y originalidad de sus recetas y consejos de madre. En un año duplicó sus suscriptores. Dos anunciantes la contactaron y firmaron un acuerdo de colaboración. Un productor de verduras congeladas y otro de caldos fueron sus nuevos jefes. Esa nueva fuente de ingresos le otorgó cierta independencia monetaria, pero sobre todo le demostró a su marido, que servía para algo más que abrirse de piernas, darle la teta a su hijo, limpiar la casa y posar de vez en cuando. Traía dinero al hogar y tenía una carrera terminada y a la cual quería dedicarse algún día.                                                   

Por otro lado, Oriol cada vez tenía más exigencias de producción al tener que cubrir tantos mercados. Su galerista lo estaba potenciando (y explotando) con mucho cariño. Ahora sí, el dinero comenzó a entrar de verdad en aquel chalé.

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EL ASCENSOR

EL ASCENSOR

Sintió dos pares de ojos escrutándole. José Montero giró levemente la cabeza para vislumbrar la amenaza. Identificó a los vigías como a dos agentes de seguridad camuflados, a sueldo de los grandes almacenes en los que se encontraba. Desplegados allí para fastidiarle en su empresa: hurtar un reloj de lujo en un descuido de la dependienta. Ya llevaba diseminados, bajo su bata blanca de inocente enfermero, dos brazaletes y una gargantilla que había sustraído hacia apenas cinco minutos en otro mostrador. Iba disfrazado de tal guisa y embozado entre el acalorado gentío, que huía del tórrido y seco verano madrileño en busca del reparador aire acondicionado de los grandes almacenes.

Era hora de salir por piernas, se dijo. Observó la puerta de salida más cercana y vio a un agente de seguridad uniformado hablando por el walkie talkie. Inmediatamente optó por otra salida. Decidió que cogería uno de los cercanos ascensores y se perdería por alguna planta superior. Allí se desharía de la quincalla, para bajar luego tranquilamente por las escaleras totalmente limpio.

            Las puertas estaban a punto de cerrarse cuando José entró en el ascensor, ocupado hasta aquel momento, por un sacerdote y una joven bastante atractiva, sobre la que no pudo evitar posar sus ojos, concretamente en el escote, mientras entraba y se colocaba a su lado. Otro hombre, recio y paticorto, cuelliancho de cráneo rasurado y con ojos de sapo, entró tras él. Este siniestro pasajero se situó cerca de los botones, los cuales oprimía repetidamente con insistencia, como si también huyera, como el descuidero. Tenía prisa por llegar a la séptima planta, a la cafetería con vistas sobre la ciudad de Madrid. Le pareció el lugar idóneo, al estar lleno de turistas y otros clientes, para cerrar un trato con su competidor colombiano en el negocio del narcotráfico. Camilo Pinzón, un desalmado implacable al que se había atrevido a desafiar y al que ahora debía una compensación. Estaba dispuesto a concedérsela durante este encuentro, si es que llegaba vivo al mismo. Dos individuos, de los que sospechaba fueran unos sicarios del colombiano, le habían estado siguiendo por la planta baja. La opción más rápida para deshacerse de ellos fueron los ascensores.

El narco Antón Losada presionó el botón de cierre de puertas con diligencia, pero un carrito de bebé se interpuso entre ellas impidiendo su cierre. Una madre con ojos implorantes y dulce sonrisa demandaba un hueco en el habitáculo para ella, su carrito y el niño de seis años que se asía de su mano libre.

            Por fin las puertas se cerraron y comenzó la ascensión. Justo después de visualizarse el número cuatro en el indicador digital de plantas recorridas, las luces se apagaron deteniéndose el ascensor tras un brusco brinco. Una luz antipánico, tenue y espectral, corrigió la oscuridad tiñendo los rostros de los sobresaltados pasajeros de una lividez plateada. Ni que decir tiene que los que entraron ya nerviosos al ascensor estaban en ese momento a punto de estallar, mientras que los otrora tranquilos clientes comenzaron a ponerse algo nerviosos a partir del repentino apagón.

            Los más tranquilos, extrañamente, eran los niños, tanto el bebé como el chiquillo permanecieron en silencio, sin molestar. A pesar de aquella evidente calma infantil, el sacerdote creyó conveniente hacer notar su experiencia en la docencia.

            —No te preocupes, guapo —le dijo al niño, al tiempo que le acariciaba el rostro—. Enseguida volverá la luz y subiremos…

            —Al cielo —añadió, sin poder reprimirse, el quinqui—. Es que me lo ha puesto a huevo, padre —se excusó.

            Los demás sonrieron. Hizo mucho bien el chascarrillo a los nervios a flor de piel de los forzosos parroquianos.

            —No pasa nada, hijo —contestó el cura—. El humor blanco alimenta la inteligencia, mientras que el negro oculta cierta maldad en quien lo practica.

            Nadie comprendió aquella parrafada, pero la mayoría asintió más por agradar y no comprometerse que por convencimiento. José Montero fue de los que no asintió, pues su mente estaba en otro sitio: en descifrar el sonido de aquella voz que le resultaba tan familiar, de aquella tonalidad e impostada plática del sacerdote. Debía averiguar si estaba en lo cierto:

            —Perdone, padre. ¿Es usted salesiano?

            —Eh, sí. Lo soy —contestó el clérigo algo extrañado.

            —Don Javier, claro. Usted es el padre catequista —afirmó Montero—. Vamos, seguro.

            El interpelado enmudeció sorprendido. Mientras todos lo observaban esperando una respuesta, el ladrón aprovechó para deshacerse de su mercancía robada introduciéndola en el carrito del bebé, bajo las sabanitas. Su madre se llevaría una alegría cuando sacase a su hijo del cochecito.

            Por fin habló el catequista.

            —¿Has sido alumno mío, hijo?

            —El padre Javier —hizo José un alto y se rio mirando en rededor—. El pulpo, lo llamábamos.

            En ese momento regresó la luz. El ascensor inició un corto ascenso hasta la planta superior y se abrieron las puertas. Los dos supuestos sicarios aparecieron al otro lado. Antón Losada se palpó la pistola y retuvo su mano ahí a la espera de acontecimientos. José Montero hizo lo mismo con su navaja mariposa oculta en su bolsillo trasero, pues era de aquellos dos hombres de los que también huía.

La madre y su prole fueron los primeros en abandonar el ascensor precipitadamente. Los dos policías de paisano se hicieron a un lado para, a continuación, entrar en el ascensor y detener al sacerdote.

            —Padre Javier Garmendia Inchausti, le rogamos nos acompañe a comisaria para aclarar su participación en la red de pederastia del colegio San Juan Bosco. Puede acompañarnos por propia voluntad o, si lo prefiere, podemos ponerle las esposas y detenerle. Usted decide —le soltó de corrido el mayor de los policías.

            —Los acompaño.

©Andrés Gusó

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PIEL DURA

PIEL DURA

Confianza Ciega

Cuando Tina entraba en una habitación regalaba presencia con sus formas rotundas y andares sensuales. Despertaba envidias y admiración entre las hembras a partes iguales; deseo y lascivia en los machos al unísono. No pasaba jamás desapercibida, a excepción de aquella tarde en la discoteca del pueblo. Aquel apuesto hombretón ni la siguió con la mirada ni le prestó la más mínima atención. A pesar de su estelar entrada, vestida para la ocasión con sus mejores galas: un vestido rojo pasión, de punto, escote palabra de honor, corte en tubo ajustado hasta medio muslo. Imposible para cualquier otra hembra que no fuera ella.

No pasó mucho tiempo para que las moscas acudieran a la miel. Tina rechazó todas las invitaciones a bailar. Se sentó junto a su mejor amiga, Karina, en una mesa apartada, y desde allí pudo observar sin ser vista a aquel adonis, extraño al pueblo y al resto de lugareños, pues con ninguno hablaba. Permanecía solo, acodado a la barra en un rincón como mirando al infinito, o eso le parecía a Tina, puesto que aquel sujeto vestía unas gafas oscuras que no le permitían distinguir su mirada.

            —Solo le falta pasarse el pulgar sobre los labios, como el del anuncio —le participó algo contrariada a su amiga Karina, señalando con la barbilla hacia el apuesto varón.

            —¿El de negro? ¿El mazao de la camiseta ajustada de grandes pectorales?

            —Sí, ese —contestó Tina—. Que parece que sea el portero de la discoteca, así to de negro y … to apretao.

            —Pues a mí me parece que está muy bueno.

            —Y lo está —acordó—. Pero se lo tiene muy creído, me da a mí.

            —A ti lo que te pasa es que te jode que no te haya ni mirado. Estás muy mal acostumbrada, querida.

            —Pues me va a ver, tía —dijo levantándose y ajustándose el vestido—. Me va a ver bien. Si Mahoma no va, la montaña se… mueve, o como sea el puto dicho.

            Tina se dirigió con paso seguro y exagerado cimbreo hacia el bar. Notó cómo muchas miradas desnudaban su cuerpo mientras rodeaba la pista de baile para alcanzar el extremo de la barra. Su objetivo reposaba un brazo sobre el mostrador, mientras con la otra mano se llevaba parsimoniosamente un vaso largo a los labios, dándole un prolongado sorbo a su bebida. Sin disimulo alguno ella se situó a su lado. Acodó ambos brazos, se inclinó sobre la barra y se dirigió al camarero, un antiguo compañero de pupitre, para pedirle una consumición.

            —Roberto, ponme lo mismo que le pusiste a este —dijo en voz alta señalando al hombre de la negra camiseta ajustada—. Que parece que le gusta.

            —Un gintonic.

            —De importación, supongo —dijo Tina.

            —No lo sé. Lo he dejado a la elección del camarero. Está muy rico.

            —Seguro que Roberto te ha puesto la mejor ginebra que tiene. Es un profesional.

            —No te preguntaré si vienes mucho por aquí, porque es obvio que eres una habitual —dijo el hombre de negro elevando la voz.

            —Yo sí te preguntaré de dónde has salido tú. Nunca te había visto por aquí.

            —De Madrid —respondió—. Estoy trabajando aquí unos días.

            Tina se lo quedó mirando fijamente, extrañada de que ese individuo siguiera sin mirarla, hablando como al infinito, cuando claramente habían entablado una conversación, aunque fuera casi a gritos por culpa de la música que atronaba el local. Algo no encajaba en ese tipo, pensó.

            —Y… ¿de qué trabajas? —preguntó realmente interesada.

            —Ayudo a la policía en un caso de homicidio múltiple. Soy criminalista. 

            —¡Ódo! —exclamó sorprendida —. ¿En el de las tres chicas de Cuenca?

            El hombre asintió. Se llevó el dedo índice a los labios en petición de silencio y luego volvió a sonreír enigmáticamente.

            —No lo vayas a pregonar por ahí. Estoy de incognito —dijo misterioso—. A la policía no les gusta ir aireando que me necesitan. Son muy suyos.

            —Pero ¿no eres policía?

            El hombre de negro negó con la cabeza varias veces. Posó su vaso sobre la barra y levantó el brazo haciendo con su mano el signo de rotación, lo que indicaba que quería otra ronda. Lo mantuvo alzado casi un minuto, sin éxito. La machacona música house fue sustituida por ritmos más suaves y canciones pegadizas, bien conocidas por la parroquia manchega. Muchos se lanzaron a la pista a bailar.

            —Perdona, ¿quieres tomar otra copa?

            Tina frunció el ceño en señal de extrañeza. Había algo en esa persona que no era normal.

            —No, gracias. Todavía la tengo casi llena. Roberto está en la otra punta, no insistas que no te puede ver desde tan lejos.

            —Ya me parecía. Debe estar ciego.

            Al decir esto, el hombre de negro soltó una risotada sin previo pensamiento, sin pulir, como vomitada.

            —¿De qué te ríes, tío? No entiendo.

            —De la contradicción. Aquí el único ciego soy yo, o es que aún no te has dado cuenta.

            Por fin le cuadraron las formas y gestos de aquel tipo. La ausencia de miradas libidinosas o de otra índole, ni tan siquiera por interés o educación. Ahora lo entendía. El cabrón era ciego, reparó. Claro, por eso. Por eso…

            —Pues, no. No me había dado cuenta —se sinceró—. Lo disimulas muy bien.

            —No hay nada que disimular, eres tú que no te fijas. Yo, en cambio, me he fijado bien y sé muchas cosas sobre ti.

            —Ya —respondió despectiva—. Seguro. Pero si no me ves, qué vas a saber.

            —A eso me dedico: a saber, sin ver. A ver lo que los otros no saben ver. Yo miro con otros ojos.

            Convencida de que no la podía ver, Tina se acercó a escasos centímetros, su pecho voluptuoso casi rozaba los pectorales de su interlocutor. Se aproximó aún más, hasta el punto en que sus senos lo tocaron, para susurrarle a la oreja un desafío:

            —A ver, listo. Descríbeme. Quiero saber qué ven esos ojos que no ven.

            El hombre de negro conformó una sonrisa de superioridad.

            —De momento te diré que por tu modo de hablar y el timbre de tu voz, no tienes más de treinta años, yo diría que unos veintisiete o veintiocho. Tu acento es castellano manchego, quizás de Cuenca, o de Albacete. Tampoco es tan difícil si tenemos en cuenta que nos encontramos en Tarancón, y al parecer conoces a la gente de aquí, por lo que muy bien podrías ser oriunda de esta parte de La Mancha.

            —Ajá. Vas bien, tío. De momento —confirmó Tina.

El hombre de negro levantó la mano y la puso a la altura de la cara de la chica.

            —¿Me dejas que te toque la cara? —pidió.

            —Solo la cara, chorra. No te vayas a creer lo que no es.

            Comenzó con una mano a repasar el rostro de la chica, se acompañó pronto de la otra mano, aprisionando suavemente el rostro entre ambas. Le palpó el cabello recorriéndolo en toda su largura hasta medio pecho. Ahí paró. Subió de nuevo las manos al rostro escalando por el cuello y remontando la barbilla. Se centró en los mullidos labios unos instantes para, a continuación, ascender por la nariz hasta las depiladas cejas y cubrir, por fin, los ojos almendrados con las yemas de sus dedos. Antes de despegar sus manos completamente, las dirigió hacia las pequeñas orejas, ocultas por la cabellera, en busca de pendientes; los encontró largos y de varias piezas engarzadas.

            —¿Y bien? —inquirió Tina intrigada.

            —Antes dile a tu amigo que nos ponga otra ronda, ¿quieres?

            Tina se giró hacia la barra en el instante en que Roberto se aproximaba con varias copas vacías en sus manos. Lo llamó y pidió dos gintonics de la mejor ginebra. Tenía claro que ella no los iba a pagar. Instó a su nuevo amigo que le describiera con palabras lo que palpó con sus manos.

            —De acuerdo. Eres una chica más alta que la media, aunque tampoco eres una jirafa —se rio—. Por lo que he notado al acercarte a mi oreja a susurrar, seguramente estas muy bien dotada físicamente, pues tu pecho es turgente y bastante desarrollado. Apetecible, debo añadir. Supongo que eres bastante guapa, aunque de facciones algo rotundas, que disimulas depilándote las cejas y usando muy poco maquillaje, apenas algo de rímel y pintalabios. A pesar de usar un perfume algo barato, le sacas partido, pues hueles bastante bien.

            —Oye, tío. No te pases.

            —No te ofendas, me refiero a que tu piel huele mejor sin artificios, tal cual.

            Roberto sirvió dos gintonics bien cargados de ginebra inglesa. El tintineo de los hielos hizo que el hombre de negro girase su cabeza hacia las bebidas. Tanteó sobre el mostrador y llegó su mano hasta una de las copas. La cogió y se la acercó a Tina. Luego hizo lo mismo con la otra copa, llevándosela esta vez a su boca, enviando la mitad de su contenido al estómago de un largo y único trago. Reprimió un eructo educadamente, tapándose la boca con la mano libre.

            —Es bastante impresionante —concedió Tina—. Pero no entiendo muy bien cómo puedes ayudar a la poli con esta minusvalía tuya. Sin ver… no irás palpando por ahí los cadáveres, ¿no? Digo yo.

            —Pues, a veces me dejan. Pero solo si están bien muertos.

            —Estás de coña. No me vaciles, tío —le soltó mientras le daba un leve manotazo en el brazo.

            —Vale. Lo que pasa es que no me gusta hablar mucho de mi trabajo. No siempre es agradable, sabes.

            Tina chocó su copa contra la de su compañero de barra y lo invitó a proseguir:

            —Venga, dame un ejemplo de lo que has hecho hoy. ¿Cómo les has ayudado con lo de las chicas?

            —No puedo hablar de ello, pero te diré, por ejemplo, que sé distinguir, mejor dicho, identificar, más de cien sonidos diferentes. Desde pájaros a perros, motores o campanas. Sé, por decirte algo de por aquí, que conozco el tañido de la mayoría de las campanas de las iglesias castellanas. Ninguna suena igual.

            —No veo la relación.

            —En una grabación que captaron se oía de fondo el tañido de un campanario. Yo lo identifiqué y por eso estamos hoy todos aquí. En Tarancón.

            Ahora fue Tina la que se trasegó media copa de golpe. Estaba ciertamente impresionada por las capacidades, tan fuera de lo común, de su nueva amistad. Siguieron charlando sobre sus otras habilidades: los idiomas y la distinción de acentos entre regiones del mismo país, su poder olfativo, capaz de identificar más de doscientos olores diversos, y por fin, el tacto, igualmente capaz de encontrar minúsculas variaciones en la piel, en forma, tersura y temperatura. Tina se iba acercando más y más a aquel sujeto tan peculiar, olvidándose completamente de su discapacidad visual. Sin ser vista se sentía igualmente observada y apreciada por aquel individuo, del que todavía desconocía su nombre.

            —Por cierto, aún no me has dicho tu nombre. Yo me llamo Tina.

            —Ricardo —respondió ofreciendo su mejilla para ser besada.

            Siguieron conversando animadamente sobre temas insustanciales hasta que llegó el momento crucial de despedirse o de irse juntos. Ricardo le pidió que lo acompañara a su hotel, pues no creía que hubiese taxis a esas horas. Tina aceptó con la condición de que le contara más sobre el caso de las chicas asesinadas en Cuenca. Se subieron al coche de Tina acompañados por Karina, quien había insistido en permanecer junto a su amiga. No se fiaba del hombre de negro. La discoteca estaba algo alejada del centro del pueblo. Tina, a pesar de las disimuladas advertencias de su amiga, optó por dejar primero a esta en su casa y seguir camino a solas con Ricardo. Si les paraba la Guardia Civil en un control, la conductora superaría con creces los niveles permitidos de alcohol en sangre, por lo que le comentó que daría un rodeo hasta su hotel por caminos secundarios. Ricardo se limitó a asentir en silencio.

            En un sendero sin asfaltar y tras varios trompicones Tina detuvo el coche orillándolo junto a unas encinas de gran tamaño y frondosidad. Apagó el motor y las luces. La noche era bastante clara, la luna brillaba con intensidad y no era necesaria tanta luz. No podía llevárselo a casa, por respeto a sus padres, con los que aún vivía, pero aquel hombretón no podría irse a dormir sin antes ella sentirlo dentro. Tanta ginebra le había despertado la libido, lo suficiente como para desinhibirla y demandar magreo.

            —Quiero que me toques el cuerpo como antes tocaste mi cara. Quiero sentir esas manos, delicadas y precisas, sobre mi pecho y mis muslos —le dijo mientras le agarraba su mano y la conducía hasta su húmeda entrepierna—. Quiero que me vuelvas loca.

            Ricardo no dijo nada y se dejó llevar. Le sorprendió la fogosidad de la chica, pero lo adujo al alcohol trasegado. Ella llevaba la iniciativa. Se subió el vestido de tubo hasta dejárselo enrollado a la altura del cuello, como si fuese un gran foulard. Las manos de Ricardo ascendían y descendían amasando las sensuales formas de Tina. Ella se estremecía al tiempo que luchaba por desabrochar los botones de los vaqueros de Ricardo, buscando ser penetrada cuanto antes. Sacó un condón de su pequeño bolso y lo colocó en el enhiesto miembro de su sorprendido amante.

La montó, atendiendo a las reiteradas suplicas al oído que una desbocada Tina le proponía. Al mismo tiempo, Ricardo aprisionaba su garganta con una de sus delicadas y precisas manos. A medida que aumentaba el ritmo de la penetración, aumentaba igualmente la intensidad del ahogamiento. Al llegar al clímax utilizó ambas manos para asfixiarla hasta la muerte mientras se vaciaba en ella.

            Se desenganchó. Se subió los pantalones. Se encasquetó las gafas negras en su cabeza como si fueran una diadema. Abrió la puerta del coche y cogiéndola de los pies jaló aquel cuerpo fuera del vehículo. La arrastró hasta unos matorrales detrás de unas encinas de gran tamaño y retorcidas formas a causa del viento y los años. Se aseguró de que estuviera muerta y la cubrió con unas ramas sueltas.

            Regresó al coche y se puso al volante. Condujo hasta llegar a Madrid. Abandonó el coche en un aparcamiento del centro, y se diluyó en la gran ciudad.

Su cuarta víctima resultó la más fácil de todas.

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UN VIAJE DE VENGANZA

UN VIAJE DE VENGANZA

Capítulo 1.

Ella arrastraba el cuerpo inerte de su amante cuesta arriba. Realizaba un gran esfuerzo, tanto físico como mental. Hacía apenas tres horas yacían extenuados tras haber hecho el amor con vigor y pretendida pasión. Más bien él, ella se dejó hacer, como siempre últimamente, a disgusto. Ahora colaboraba en la desaparición de su amante.

            El asesino le había ordenado que cogiera el cadáver por los pies y lo ayudase a trasladarlo hasta la entrada de una cueva, en lo alto de un pequeño montículo. Pesaba casi noventa kilos al menos, nunca lo había notado tan pesado, ni siquiera cuando se derrumbaba sobre ella tras vaciarse. Lo agarró por los tobillos y tiró cuesta arriba apretando los dientes. La mayor parte del peso la soportaba el asesino, el cual tenía agarrado al muerto por las axilas. Ascendía la cuesta despacio dándole tiempo de vez en cuando a la chica a recuperar el resuello.

            No hablaban, concentrados como estaban en la operación, para ahorrar fuerzas y, sin duda, para escamotear la tenebrosa realidad de lo que estaban haciendo: deshacerse de un cadáver. Ella desde el momento en que gritó, asustada por la súbita irrupción del asesino en el coche, no abrió la boca ni una sola vez más. Ni siquiera para tomar aire durante la exigente ascensión de la loma. Desde luego se asustó mucho. En un principio creyó que ella también iba a ser su víctima. Sin embargo,  en cuanto vio que la obviaba como objetivo criminal y le pedía ayuda para introducir a su amante en el maletero, desde ese mismo instante, se relajó aliviada. Primero, porque no parecía que la fuera a matar también a ella —siempre tuvo la impresión de que le gustaba por la forma en que la miraba, por alguna que otra trivial insinuación, porque su presencia y encuentros eran más asiduos en las últimas semanas—, y segundo, porque la eliminación de su pareja representaba en realidad una liberación, quizás una oportunidad para comenzar una nueva vida.

            Ella se quedó observando como su acaso pretendiente se deshacía del cuerpo y lo dejaba caer por una estrecha grieta. Decidió alejarse. No quería ver más. Pasar página. Irse de allí. Regresar a Madrid y cambiar de vida.

Sí, pero no con un asesino

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EL SILENCIO HABLARÁ POR ELLA

EL SILENCIO HABLARÁ POR ELLA

Capítulo 1.

Madrugada del sábado 21 de marzo de 2037.

En algún lugar de la sierra madrileña.

Maniatada, magullada y aterida de frío. Unos instantes antes un insospechado enemigo la había arrojado sobre el duro suelo de pizarra, de lo que parecía la bodega del chalé al que había sido invitada. Alguien de su total confianza la llevó allí apenas unas pocas horas antes. Estaba muy asustada, no tenía ni la más remota idea de lo que iba a pasar con ella: quizás un permanente enclaustramiento en aquel sótano por un insano enamoramiento de su captor, o bien una petición de rescate a cambio de su vida. Sus padres no eran ricos, pero tampoco pobres. Seguro que su padre con su posición podría reunirlo pronto, como estaba segura de que ahora estaría ya buscándola por todas partes, o a lo peor, como aún era temprano esperaría a ver si llegaba por la mañana tras una juerga, como alguna otra vez en el pasado. Y… si fuera una venganza política… al fin y al cabo era la hija de un detestado ministro, concluyó.

 Se convenció de que nada de todo aquello había acontecido de momento, así que era mejor tranquilizarse. Lo único cierto que sabía era el nombre de su secuestrador, y aunque sorprendida, no dejaba de preguntarse qué era lo que aquel pretendía con esa asombrosa acción. Estaba en una casa segura, plácidamente adormilada tras yacer entre los brazos de su amor, cuando de pronto tuvo un abrupto despertar y su burbuja protectora explotó sin previo aviso. Unos poderosos brazos la habían arrastrado a un gélido y oscuro sótano. El raptor le había quitado el EPR de su oído y lo había machacado de un tremendo pisotón. Desconectada e ilocalizable. Sumida en el silencio.

Cada vez hacía más frío, debía ser noche cerrada, por algún resquicio se colaba un soplo helado que le hacía tiritar de frío y de miedo. Una vieja camiseta prestada era todo su abrigo.

No se oía nada: silencio absoluto. Su secuestrador no había dado señales de vida desde que la maniató, fotografió y arrojó sobre el frio suelo, haría ya un par de horas.

Al menos me podría haber echado en una cama, haberme dado algo de abrigo, algo de comer…

Tengo hambre, hijo de puta.

Tengo frío, cabrón.

Tengo miedo, papá.

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NO ERAN TRUENOS

NO ERAN TRUENOS

No eran truenos. No era una tormenta. El cielo estaba despejado y de un azul luminoso.

Aquel estruendo no podía ser otra cosa que bombas.

Bombas alemanas o bombas rusas.

O ambas.

La última vez que las gemelas bajaron al pueblo a por provisiones para la granja, hará ya una semana, no se hablaba de otra cosa: del avance ruso. Y del retroceso alemán, también, pero con la boca pequeña. La inimaginable derrota, hace apenas un año, cuando Hans, su hermano mayor, les comentaba por carta el avance victorioso de las tropas germanas sobre suelo soviético, se había transformado hoy en previsible. Máxime cuando, hace un mes, vinieron a buscar a Ludwig, el pequeño —apenas diecisiete años recién cumplidos—, para que se uniera a las juventudes hitlerianas y marchase al frente polaco a defender el suelo patrio. «Que estos comunistas ateos no profanen nuestras iglesias, ni nuestra tierra, con sus botas y sus abrigos y sus gorros de piel de zorra», les arengaban los jefes nazis.

Se habían quedado ellas dos solas al cuidado de la granja y de su anciano padre, quien apenas podía ya valerse por sí mismo. Las gemelas se encargaban de todo: alimentar a los animales —unas pocas gallinas, cuatro cerdos y un par de vacas— y de sembrar y recolectar patatas, unas cuantas coles, algunos calabacines y escaso brócoli. Nada más daba ya aquella granja, antes de la guerra la más productiva y ahora la más estéril.

Habían escuchado historias terribles sobre los rusos. Sus vecinas comentaban aterrorizadas las violaciones y posterior asesinato, una vez saciados los soldados rusos, de muchas polacas. Jóvenes y no tan jóvenes. No hacían ascos a ninguna y ninguna se libraba de una muerte, con suerte de un balazo; lo habitual: degolladas para así ahorrar munición. Ellas no querían pasar por eso.

Hertha y Grete pergeñaron un plan: no las iban a encontrar.

Primero pensaron en huir, pero no podían irse sin su padre y tampoco acarrear con él. No les quedaba otra que esconderse, emparedarse si hacía falta. Habían oído historias sobre judíos que se ocultaban de los nazis en falsos armarios o en falsos techos. El rumor de las bombas cercanas las espoleó. Levantaron las tablas del suelo de la habitación de su padre. Únicamente las que estaban justo debajo de la cama de matrimonio. Por allí accederán al sótano a partir de ahora. Como engaño tapiarán la actual puerta de entrada al mismo con ladrillo y cemento. Luego colocarán una alacena delante y rezarán para que los rusos no sospechen. Los ladrillos los sacarán de la antigua caballeriza, cuando en los buenos tiempos criaban caballos. No necesitarán muchos. El problema será el cemento. Tendrá que ser con ceniza y arena del cercano río.

Quemaron, durante dos días completos, la leña que tenían guardada para el invierno. Utilizaron la chimenea para obtener la necesaria ceniza. Nadie se extrañaría de ver el humo escapar por la chimenea pues ya hacía frío. Además, sus vecinos iban a lo suyo: salvar el pellejo. Seguramente también ellos estarán ocultándose de los rusos, pensaron.

Tapiaron la antigua entrada al sótano. La camuflaron con la alacena. Instruyeron a su padre de lo que debía hacer y decir cuando llegasen las tropas rusas o las británicas o las americanas, ya no sabían, a ciencia cierta, quién les iba a invadir finalmente. Su padre no debía esconderse, ni él quiso tampoco, ya que no sería creíble una granja con animales y labranza sin personas. Podría decir que sus hijos murieron en la guerra, que enviudó hacía poco y que hacía lo que podía para ir tirando con la ayuda de algún vecino caritativo. Todo esto les diría si le daban opción a explicarse y si alguno de aquellos brutos paganos hablase su lengua. El padre fue en busca de su pistola, guardada bajo llave desde el tratado de Versalles.

No eran truenos. No era una tormenta. No eran bombas, tampoco.

Oyeron perfectamente un ruido de motores a lo lejos. Se acercaban despacio. «Carros de combate», les dijo su padre. Combatió en la primera guerra mundial, suboficial de caballería y aunque los tanques eran mucho más pequeños y lentos, eran igual de ruidosos. Un sonido inconfundible: agudo y seco y continuo. Las gemelas lo prepararon todo a la carrera. Todavía no se habían pertrechado con viandas suficientes. Pensaron erróneamente que podrían subir y bajar a por ellas a voluntad. No cayeron en que los asaltantes podrían permanecer una semana o más, refrescándose para un nuevo combate, para continuar hacia Berlín, su ulterior objetivo. Grete se situó a la entrada del sótano, bajo el catre, para recoger todo el avituallamiento que su hermana gemela le iba pasando: conservas, agua, judías, coles y patatas, tres sacos. Una olla y una sartén. Cuchillos y tenedores y cucharas. Poco más.

El sonido de las cadenas de los carros de combate que descendían por la colina hacia el valle parecía adueñarse de la casa. No les quedaba más tiempo. Su padre les entregó su Parabellum P08. Bajaron al sótano con ella. «Poca defensa será para tanto soldado», se dijeron.

Las paredes temblaron a causa del traqueteo constante de los tanques, ahora a menos de veinte metros. De repente cesaron el sonido y el temblor. Los sustituyó un zambombazo: un tiro de advertencia a los posibles moradores. Volaron parte del techo del granero, que comenzó a arder. El anciano señor Schulz se asomó a la puerta de la casa con las manos en la cabeza y tambaleándose al no usar su bastón. Dio dos pasos y se apoyó en uno de los pilares del porche para no caerse. Le apuntaron con sus kalashnikov. Mantuvo con dificultad las manos en alto y la verticalidad.

Varios soldados soviéticos, comandados por un sargento, irrumpieron en la casa, repartiéndose por todas las estancias a tropel. Buscaban mujeres y comida. Removieron mesas y sillas. Por fortuna no movieron las camas, pero tanto catre delataba la presencia de al menos cuatro personas, además del anciano. El sargento chapurreaba alemán y le preguntó por el resto de los habitantes de la granja. «Todos muertos: cuatro hijos en la guerra y mi mujer, de pena», le contestó escueto. No pareció convencido el ruso. Gritó: ¡sobaki!

Al poco aparecieron dos soldados con sendos perros siberianos, que de inmediato comenzaron a olisquear por todos los rincones. Se detuvieron los laikas de Siberia en la habitación principal, ladraban repetidamente y tiraban de la correa hasta que pudieron abocarse bajo la gran cama. Ambos perros rascaban y ladraban sobre las tablas del suelo. Entre cuatro soldados retiraron la cama. Los canes persistían en gruñir y ladrar. El sargento mandó levantar las tablas.

Sonó un disparo. Provenía del suelo que pisaban los invasores. Luego otro. Los soldados montaron sus armas y se cubrieron tras los muebles y tabiques.

El señor Schulz se arrodilló y prorrumpió en un llanto intenso y desconsolado.

Los perros callaron.

© Andrés Gusó

Madrid, noviembre 2019

Publicado por guso en Relatos

TESTIGO ACCIDENTAL

Me gusta esa hora de la mañana en la que el sol lucha contra la oscuridad y la vence. Sobre todo en verano. Amanece pronto y no necesito madrugar para apreciar el espectáculo, saborear la brisa marina a esas horas y prepararme para el húmedo calor, que Barcelona me obligará a soportar en un par de horas. Me he bajado a la playa. Enfrente el mar, y en la espalda, el ajetreo del tráfico.

Me siento en la acera a contemplar el Mediterráneo. Hoy está manso, como una balsa de aceite. Por mi derecha veo un corredor por la playa que se aproxima a gran velocidad desde el sur. Va vestido como un atleta: zapatillas de deporte, camiseta de vivos colores y pantalones elásticos negros muy ajustados. Es una estampa atractiva. Saco el móvil y comienzo a grabar.

La playa estaría totalmente desierta sino fuera por el corredor y un joven sentado a unos veinte metros delante de mí. Está hablando por teléfono de cara al mar. Lleva el torso desnudo y un pantalón corto, igual un bañador, no lo veo bien. Está descalzo, me da la sensación. Pienso que seguramente habrá practicado unos largos. Las fiestas de la Mercè son la semana que viene. Fantaseo que quizá se trate de un nadador entrenándose para la travesía a nado del puerto.

Los dos entran ahora en el mismo plano. Algo extraño sucede: el corredor se abalanza sobre el nadador y le quita el móvil de la mano de un rápido zarpazo. Ensimismado, seguramente en su conversación telefónica, no se ha dado ni cuenta de que un descuidero se le acercaba con aviesas intenciones. Se levanta rápido, como si un resorte lo eyectase de la arena. Se ha puesto de pie en menos de un segundo. Se enfrenta al ladrón. Ambos parecen jóvenes, cercanos a la treintena. Se ha entablado una lucha entre los dos. En principio, por lo que puedo apreciar a través del móvil, pues sigo grabando, ninguno de los dos es un experto luchador. Muchos golpes acaban en el aire, se agarran y golpean, se caen y se levantan. Mucho aspaviento. La lucha parece estar igualada, sin embargo, el nadador —sí, está descalzo, aprecio ahora— se ha resbalado tras un último forcejeo. El ladrón aprovecha para iniciar una huida, vuelve la vista atrás y ve que su adversario ha hincado la rodilla y tiene dificultades para volver a levantarse. Gira ahora todo su cuerpo y lanza una patada letal en pleno rostro del indefenso nadador, que cae de bruces como un pelele. El atracador se acerca y remata su agresión con una sucesión de patadas sobre el cuerpo vencido. Me asusto y me oculto detrás de una de las palmeras del paseo. Sigo grabando. Es superior a mí.

El descuidero da por terminado su ataque y deja a su víctima tumbada, en la arena, boca abajo. Se aleja y justo antes de salir del plano mira hacia donde estoy yo. Me sobresalto. Es una mirada dura, de hijoputa convencido y orgulloso, una mirada falta de compasión o de arrepentimiento por lo que acaba de hacer. Nunca olvidaré esa mirada.

Dejo de grabar de inmediato y me guardo el móvil.

Viene hacia mí.

© Andrés Gusó

Publicado por guso en Relatos