Capítulo 1
El cuerpo que yace a mis pies está boca arriba, tiene los ojos abiertos y ha comenzado a sangrar por encima de la nuca. Doy unos pasos hacia atrás para que no se me manchen las bambas, pero la sangre se extiende con rapidez y avanza sin obstáculos que sortear. Me alejo aún más, sin embargo, no logro evitar que tiña de rojo mi calzado y ascienda por los pantalones en una escalada endemoniada hasta alcanzar el cuello. Ahí se detiene siempre.
Me despierto envuelto en sudor viscoso y frío, trato de serenarme: cojo el bloc de dibujo y bosquejo con sanguina la pesadilla de hace un momento; dibujar es lo único que me calma.
Compruebo que la carpeta negra en la que guardo mis demonios sigue escondida debajo del colchón. Nadie más que yo ha visto su contenido y nadie más que yo la puede alimentar, son mis recuerdos los que engulle: recuerdos espantosos y reiterados, siempre sobre lo que sucedió aquella verbena de San Juan de hace ya diez años, en el chalé de nuestros vecinos. El humo de aquella hoguera ha impregnado mi memoria de pesadillas. Desde entonces duermo a trompicones, como hoy. Me cuesta volver a coger el sueño: las malditas imágenes siguen ahí agazapadas, esperándome.
Guardo el dibujo junto a los otros en la carpeta. Espero dormirme de una puta vez: son las tres y media de la madrugada.
Me levanto tarde y somnoliento. Entro en el baño y enciendo la luz: me espabila a medias. Me refresco la cara con agua fría y ahora sí, ahora ya soy persona. Sin embargo, el espejo no miente: mala noche, mala cara. La barba me hace mayor, parece que tenga cuarenta años, por lo menos, como el Che cuando lo mataron. Dicen que me parezco, no sé yo. Qué me voy a parecer, si encima llevo estas gafas de pasta que me apagan la mirada.
¡Fuera barba! ¡A tomar por saco!
El pelo seguiré dejándomelo largo, al menos hasta pasado el invierno.
Así, bien afeitado, ha regresado la cara de buen tío.
Pero no soy un buen tío.
Sé bien lo que hice.
No me he perdonado todavía.
¡Venga, Jaime, no flojees, coño! Sempre endavant, que decía el abuelo Ricard. Así consiguió amasar su fortuna: «Siempre adelante». Tanto le gustaba y creía el yayo en su lema, que hasta lo imprimió en las etiquetas de su famoso priorato. Qué personaje, el yayo Ricard.
¡Coño, otra vez se atranca la puñetera ventana! ¡Qué fastidio! Tanto lavabo de mármol de Carrara, tantos azulejos de diseño y tanta bañera revestida de porcelana, para que luego te cueste un huevo desplegar la ventana. La maldita madera se hincha y no hay forma humana de abrirla. Bueno, ¡por fin! Me asomo y miro al cielo para comprobar que, una vez más, hace el típico día plomizo de Barcelona: encapotado, húmedo y pegajoso. Pronto verano, la semana que viene otra verbena de San Juan, otro mal recuerdo que negociar.
¡Joder, si ya es la hora de comer!
Bronca al canto, como si lo viera.
Y, encima, me caigo de sueño.
Me he saltado el desayuno, no empiezo bien. Seguro que su señoría me sermonea: que a ver si te pones a trabajar, que ya está bien de vaguear, haz algo de provecho en tu vida, que ya no eres un crío. Eso fue lo que me dijo mi padre cuando colgué el póster del Che: que era un crío, que no tenía ni idea de lo que aquel «guerrillero asesino y comunista» —fueron sus palabras exactas— representaba en realidad. Eran mis años de estudiante revolucionario. Tuvimos una buena enganchada y desde aquel día nos prohibió a todos hablar de política en casa. Pero el póster lo mantuve colgado, eso sí. Hasta el año pasado, cuando, en honor a la Revolución de los Claveles, sustituí al argentino por un niño portugués introduciendo una flor en el cañón de un fusil. Y me hice pacifista, pero a él le dio igual y no se movió un ápice de su orden: En mi casa no se habla de política, no está el horno para bollos.
Ni lo estaba entonces ni lo sigue estando ahora, que parece que Franco está grave de verdad y todo el mundo anda muy nervioso. Mi padre incluido. No me extraña, lo acaban de nombrar juez de la Audiencia Provincial de Barcelona y, claro, teme que las cosas cambien sin la tutela del dictador y pongan a otro más progresista.
Que se joda, esto tiene que cambiar.
Un poco de aftershave y listo. Creo que hoy voy a necesitar la cara de no romper un plato para cuando les suelte a mis padres lo que vengo rumiando desde hace semanas.
Preferiría dibujárselo más que decírselo, me expreso mejor con un lápiz.
El dibujo siempre ha estado presente en mi vida, desde muy pequeño y hasta en la Universidad. Yo no paraba de dibujar en clase. Sobre todo, a mis compañeras de asiento. Mis retratos eran como fotografías en blanco y azul, azul Bic. Más que por no perder mano con el dibujo, lo hacía para ver si así me podía ligar alguna tía. ¡A cuántas retrataría con el ánimo de tirármelas y a qué pocas conseguí seducir finalmente!
Venga, voy, que ya es la hora de comer. Como llegue y estén todos sentados ya la tenemos montada. Me cruzo con Manoli que lleva una sopera humeante entre las manos y se encamina deprisa hacia el comedor por el pasillo. Eso significa que mis padres ya están sentados a la mesa y les va a servir, evidentemente, sin esperarme. Para que me dé por aludido.
Entro y saludo. La lámpara de araña tiene encendidas la mitad de sus bombillas. A diferencia del salón, que es amplio y luminoso, el comedor no recibe mucha luz natural, y con el día grisáceo que hace hoy aún menos. Mi padre y mi madre, como me temía, ya están sentados, uno en cada punta. Cuento cuatro sillas vacías: la mía, las de mis dos hermanos y la de mi abuela Nuria, que, al parecer, hoy también comerá en su cuarto. Eso quiere decir que sigue pachucha. Mis hermanos tampoco almorzarán con nosotros, desde que trabajan ya casi nunca vienen.
Me excuso nada más entrar, es lo que se espera de mí.
—Perdón, no creí que fuera tan tarde.
Mi padre adopta su tono más enérgico y su postura más hierática, ¡¿es que no puede dejar de ser el puñetero juez ni en su propia casa?! ¡Qué cruz!
—Desde luego, eres el colmo. Te pasas toda la mañana durmiendo y encima llegas tarde a comer.
—Ya he dicho que lo lamento, papá. Tampoco hay que machacar.
Me siento en la silla más cercana a mi madre, bien erguido, como me han enseñado. Ella también se sienta muy tiesa, muy digna con su peinado de peluquería cara, para mi gusto demasiado cardado, pero bueno, se ve que ahora es la moda.
Mi padre alza la voz, algo habitual en él cuando se cabrea, sobre todo, cuando es conmigo.
—Machacar, dice. ¿Lo oyes, Eli? Tu protegido se siente machacado. Pero ¿qué expresión es esa? ¿Dónde te han enseñado a hablar así? ¿Eh?, dime. A ver, Jaime, dime. ¿Dónde? ¡Por Dios!
Ya la tenemos liada. Voy a contestar, pero Manoli está sirviendo; mejor me espero a que se vaya.
Tomamos la sopa en silencio con precaución de no hacer ruido al sorber, ¡menudo es mi padre con la educación y toda esa mierda! ¡Estoy hasta los huevos de tanta rigidez! Ya son muchos años.
Necesito espacio, necesito volar, aunque me estrelle.
Ahí vuelve su señoría a la carga, lo sé porque una de sus venas del cuello ha comenzado a inflamarse. Cualquier día le da un jamacuco.
—Es que no te entiendo. Primero, antes de entrar en la Universidad te vas un año, «sabático» lo llaman, ¿no? De Interrail, nada menos. Todo a mi costa, eso sí.
Su señoría ya ha alzado la mano, pronto caerá sobre la mesa en un golpe seco como si fuese el mazo que tanto le gustaría usar. Lo malo es que en España los jueces agitan una campanilla, como los monaguillos en misa. Qué coña que le haría con eso si me atreviese.
Mi padre prosigue su enumeración:
—Luego, la excusa de la mili, que mejor quitártela de en medio antes, que hacerla como estudiante, nos dijiste. ¡Hala, dos años más a la basura!
El mazo golpea sobre la mesa. Las copas tiemblan.
—Por fin empiezas Derecho, encima con buenas notas, y cuando te licencias… en lugar de ponerte a trabajar te matriculas en… ¡Bellas Artes! Es que… ¡manda huevos!
Yo intento aguantar el chaparrón sin pestañear. Él ahora, aunque me increpa a mí, clava sus ojos en mamá: son ojos de lobo siberiano, más grises que azules, y con poca luz, como ahora, llegan a dar miedo.
—Y claro, tu madre tan culta y refinada ella, pues ¡hala! Va y te apoya y, además, te financia, que lo sé, a mis espaldas. ¿O es que contratarte en su librería no fue financiarte? Todo un año leyendo gratis, porque pencar, lo que se dice pencar no era lo tuyo según me dijo Laura. Otro trabajo que has despreciado, y así todo. El señorito… es mucho señorito.
Me ha extrañado que la encargada de la librería de mamá le comentase nada a mi padre. Muy raro me parece. Creo que se lo ha inventado, aunque es cierto: no trabajé demasiado, no. Más bien leía todo el tiempo y a los clientes los atendía de tanto en tanto, cuando no tenía más remedio porque estuviese solo.
Mamá, orgullosa y digna, le aguanta la mirada y permanece en silencio. Es una buena táctica: mamá siempre se calla, no se enfrenta, pero luego ella hace lo que quiere. Él sigue adelante con su auto incriminatorio:
—Total, que, desde que cumpliste la mayoría de edad, entre una cosa y otra, no te has ganado la vida. Vamos, que ni un duro. Pero se ha acabado este largo recreo, si quieres seguir viviendo bajo este techo tendrás que trabajar y contribuir.
La vena inflamada ha quintuplicado ya su grosor habitual, lo que no le impide continuar su alegato:
—No es que lo necesitemos, pero es lo mínimo: pagarte tus cosas, tus caprichos, tus historias. Las que sean, que tampoco quiero saberlas.
Hace una pausa dramática. Inclina el plato, rebaña con la cuchara y se termina la sopa. Se seca los labios con la servilleta, con parsimonia. Se ve que lo tiene muy estudiado, esto de dictar sentencias es lo suyo. De nuevo, anuncia desde la autoridad que le confiere la cabecera de la mesa:
—He hablado con Raimundo Rodés. El lunes te espera en su bufete. Tiene un puesto de abogado en prácticas libre, y, naturalmente, será para ti en cuanto te entreviste. No me defraudes.
Me trago con rapidez la última cucharada y digo con la voz más firme que puedo:
—Papá. Lo siento, pero no voy a ir.
—¡¿Cómo?!
—Detesto el Derecho, ya lo sabes. No quiero ser abogado, ni juez como Luis, ni fiscal como Miguelito. Si mis hermanos quieren seguir tus pasos, me alegro. Por ellos y por ti.
—¿Has acabado?
Noto que se me acelera el corazón. Espero no trabarme ahora.
—Yo quiero ser pintor, ya lo sabes. Se me da bien y además es lo que me llena. Necesito dibujar, necesito pintar, necesito expresarme así. Mamá es la única que me comprende.
Mi madre continúa en silencio, se limita a sonreír con ternura. Mi padre ni la mira, se ha concentrado en mí. Su rostro está completamente enrojecido, parece que vaya a estallar en cualquier momento. Espero que se calme, aunque no es la primera vez que se pone así de iracundo, al final siempre acaba desinflándose.
Mi padre sigue erre que erre:
—Te llena, ya. Claro, te llena el espíritu. Eso resulta muy reconfortante mientras otros te llenamos el buche. Muy cómodo, Jaime, muy cómodo. A la sopa boba.
No puedo dejar de bajar la vista al plato y observar un par de fideos rezagados en el fondo. Levanto la cabeza y quiero responder. Quizá sea el momento justo, pero en este instante asoma Manoli por la puerta del comedor.
—Señora, ¿sirvo ya la carne?
Mi madre asiente y Manoli entra y recoge los platos vacíos. Los deposita en la bandeja y se los lleva a la cocina. Ahora asará la carne, las patatas deben estar ya fritas. Me quedan unos minutos hasta que vuelva, es un buen momento para darles la noticia, pero mamá se me adelanta.
Sonríe y habla con dulzura, pero sin ocultar su orgullo y determinación.
—Luis, el chico es un gran dibujante, a nivel de Durero incluso. Un privilegiado; tiene un don innato. Ahora, además, hemos visto que la pintura también se le da bien, pero que muy bien. Con tiempo y nuestro…, bueno, mi apoyo y contactos podrá abrirse un camino.
Veo que mi padre hace ese gesto tan suyo de rotación de la cabeza, movimiento previo a una de sus diatribas. La mira y comienza sarcástico:
—A nivel de Durero. Durero, nada menos. ¡Durero, pero sin un duro! ¡Tu hijo va a ser el famoso Sinunduro! No Durero, no, Sinunduro, me oyes. Un desgraciado. Pues aquí no, aquí a la sopa boba, no.
Se ha girado con vehemencia hacia mí, para que me defienda, supongo. Me aguanto por respeto y precaución, a pesar de que me está jodiendo mucho tanta censura. Parece que el cabrón disfrute haciéndome de menos, humillándome. Me duele que sea así.
Me clava sus ojos de lobo rabioso y pregunta:
—¡¿Qué tienes ya?! ¿Treinta?
Le contesto con la misma rabia:
—Recién cumplidos, en mayo. Te olvidaste, te recuerdo.
—Encima, se encara. ¡Encima, chulo!
Se gira furibundo hacia mi madre buscando un apoyo que no encuentra. Regresa su ira, de nuevo, hacia mí:
—Treinta añazos y viviendo de tus padres, ¿no te da vergüenza? ¿No crees que ya va siendo hora de que sientes la cabeza, de que trabajes en algo serio, algo con futuro, que te busques una buena chica, de buena familia y formes la tuya propia?
Manoli entra empujando el carrito en el que hay tres platos con sendos filetes y una fuente a rebosar de patatas fritas. ¡Nadie las fríe como ella! La voy a echar de menos. Espero a que acabe de servirnos para comentarles con más serenidad lo que he decidido, que es nada más y nada menos, que cambiar mi vida acomodada actual por un futuro incierto. A ver cómo se lo digo sin que se cabree aún más.
—Yo no me voy a casar, papá. Lo siento, no soy como tú. De momento, quiero pintar, solo pintar. Y vivir de ello si es posible.
El muy cabrón ha arrancado a reírse. Una sucesión de carcajadas cortas en las que predomina ji. Ji, ji, ji. Lo odio, al menos podría reírse con ja, como todo el mundo. Tan serio y cursi al mismo tiempo. Pero lo voy a joder, no se lo espera:
—En julio pienso irme a vivir a Cadaqués. Allí pintaré y venderé mis cuadros. Y puedo también seguir haciendo retratos a boli como hasta ahora. A la gente les encantan. Ya no estaré más a la sopa boba, como dices.
Se le ha cortado la risita estúpida y regresa a su pose habitual de perdonavidas, de suficiencia existencial, yo qué sé, de gilipollas integral. Nunca nos hemos llevado demasiado bien, y eso que ambos guardamos un secreto enorme, un secreto que nos concierne por igual y que si se supiera nos destrozaría la vida. A mí, mi futuro y a él, su carrera. Aun sabiéndolo, no deja de ejercer conmigo de padre autoritario, es el puñetero pater familias.
—Vale, por mí te puedes ir adonde te dé la gana. ¿A Cadaqués? Pues muy bien. Si vas a nuestra casa, evidentemente no te voy a cobrar un alquiler, pero todo lo demás te lo pagas tú, eh. La luz, el agua, la comida, bueno, ya sabes.
Mi padre niega con su dedo primero y me señala después con él, acusador.
—No, no sabes. Todavía no lo sabes, ya verás ya, así aprenderás a valorar lo que te hemos estado dando. La sopa de antes y estos filetes de lomo alto que te vas a zampar. Ya los echarás de menos.
¡Hay que joderse! ¡Qué pena de padre! Me ha tocado el menos comprensivo, el más castrador hijo de puta que hay. Menos mal que mamá no es así, ¡menos mal! ¡Qué haría yo sin ella!
Me contengo con gran dolor, me gustaría poder decirle todo lo que siento, pero no, no puedo. El respeto debido y todo eso, así que al final respondo:
—Sin duda. Pero, sobre todo, echaré de menos a mamá.
Le cojo la mano sobre la mesa. Ella la recibe y pone la otra sobre las dos ya entrelazadas, cubriéndolas. Me tranquiliza, aunque me desconcierta que no haya reparado en que me he afeitado. Ninguno de los dos lo ha comentado. Creo que hago bien en cambiar de aires.