No eran truenos. No era una tormenta. El cielo estaba despejado y de un azul luminoso.

Aquel estruendo no podía ser otra cosa que bombas.

Bombas alemanas o bombas rusas.

O ambas.

La última vez que las gemelas bajaron al pueblo a por provisiones para la granja, hará ya una semana, no se hablaba de otra cosa: del avance ruso. Y del retroceso alemán, también, pero con la boca pequeña. La inimaginable derrota, hace apenas un año, cuando Hans, su hermano mayor, les comentaba por carta el avance victorioso de las tropas germanas sobre suelo soviético, se había transformado hoy en previsible. Máxime cuando, hace un mes, vinieron a buscar a Ludwig, el pequeño —apenas diecisiete años recién cumplidos—, para que se uniera a las juventudes hitlerianas y marchase al frente polaco a defender el suelo patrio. «Que estos comunistas ateos no profanen nuestras iglesias, ni nuestra tierra, con sus botas y sus abrigos y sus gorros de piel de zorra», les arengaban los jefes nazis.

Se habían quedado ellas dos solas al cuidado de la granja y de su anciano padre, quien apenas podía ya valerse por sí mismo. Las gemelas se encargaban de todo: alimentar a los animales —unas pocas gallinas, cuatro cerdos y un par de vacas— y de sembrar y recolectar patatas, unas cuantas coles, algunos calabacines y escaso brócoli. Nada más daba ya aquella granja, antes de la guerra la más productiva y ahora la más estéril.

Habían escuchado historias terribles sobre los rusos. Sus vecinas comentaban aterrorizadas las violaciones y posterior asesinato, una vez saciados los soldados rusos, de muchas polacas. Jóvenes y no tan jóvenes. No hacían ascos a ninguna y ninguna se libraba de una muerte, con suerte de un balazo; lo habitual: degolladas para así ahorrar munición. Ellas no querían pasar por eso.

Hertha y Grete pergeñaron un plan: no las iban a encontrar.

Primero pensaron en huir, pero no podían irse sin su padre y tampoco acarrear con él. No les quedaba otra que esconderse, emparedarse si hacía falta. Habían oído historias sobre judíos que se ocultaban de los nazis en falsos armarios o en falsos techos. El rumor de las bombas cercanas las espoleó. Levantaron las tablas del suelo de la habitación de su padre. Únicamente las que estaban justo debajo de la cama de matrimonio. Por allí accederán al sótano a partir de ahora. Como engaño tapiarán la actual puerta de entrada al mismo con ladrillo y cemento. Luego colocarán una alacena delante y rezarán para que los rusos no sospechen. Los ladrillos los sacarán de la antigua caballeriza, cuando en los buenos tiempos criaban caballos. No necesitarán muchos. El problema será el cemento. Tendrá que ser con ceniza y arena del cercano río.

Quemaron, durante dos días completos, la leña que tenían guardada para el invierno. Utilizaron la chimenea para obtener la necesaria ceniza. Nadie se extrañaría de ver el humo escapar por la chimenea pues ya hacía frío. Además, sus vecinos iban a lo suyo: salvar el pellejo. Seguramente también ellos estarán ocultándose de los rusos, pensaron.

Tapiaron la antigua entrada al sótano. La camuflaron con la alacena. Instruyeron a su padre de lo que debía hacer y decir cuando llegasen las tropas rusas o las británicas o las americanas, ya no sabían, a ciencia cierta, quién les iba a invadir finalmente. Su padre no debía esconderse, ni él quiso tampoco, ya que no sería creíble una granja con animales y labranza sin personas. Podría decir que sus hijos murieron en la guerra, que enviudó hacía poco y que hacía lo que podía para ir tirando con la ayuda de algún vecino caritativo. Todo esto les diría si le daban opción a explicarse y si alguno de aquellos brutos paganos hablase su lengua. El padre fue en busca de su pistola, guardada bajo llave desde el tratado de Versalles.

No eran truenos. No era una tormenta. No eran bombas, tampoco.

Oyeron perfectamente un ruido de motores a lo lejos. Se acercaban despacio. «Carros de combate», les dijo su padre. Combatió en la primera guerra mundial, suboficial de caballería y aunque los tanques eran mucho más pequeños y lentos, eran igual de ruidosos. Un sonido inconfundible: agudo y seco y continuo. Las gemelas lo prepararon todo a la carrera. Todavía no se habían pertrechado con viandas suficientes. Pensaron erróneamente que podrían subir y bajar a por ellas a voluntad. No cayeron en que los asaltantes podrían permanecer una semana o más, refrescándose para un nuevo combate, para continuar hacia Berlín, su ulterior objetivo. Grete se situó a la entrada del sótano, bajo el catre, para recoger todo el avituallamiento que su hermana gemela le iba pasando: conservas, agua, judías, coles y patatas, tres sacos. Una olla y una sartén. Cuchillos y tenedores y cucharas. Poco más.

El sonido de las cadenas de los carros de combate que descendían por la colina hacia el valle parecía adueñarse de la casa. No les quedaba más tiempo. Su padre les entregó su Parabellum P08. Bajaron al sótano con ella. «Poca defensa será para tanto soldado», se dijeron.

Las paredes temblaron a causa del traqueteo constante de los tanques, ahora a menos de veinte metros. De repente cesaron el sonido y el temblor. Los sustituyó un zambombazo: un tiro de advertencia a los posibles moradores. Volaron parte del techo del granero, que comenzó a arder. El anciano señor Schulz se asomó a la puerta de la casa con las manos en la cabeza y tambaleándose al no usar su bastón. Dio dos pasos y se apoyó en uno de los pilares del porche para no caerse. Le apuntaron con sus kalashnikov. Mantuvo con dificultad las manos en alto y la verticalidad.

Varios soldados soviéticos, comandados por un sargento, irrumpieron en la casa, repartiéndose por todas las estancias a tropel. Buscaban mujeres y comida. Removieron mesas y sillas. Por fortuna no movieron las camas, pero tanto catre delataba la presencia de al menos cuatro personas, además del anciano. El sargento chapurreaba alemán y le preguntó por el resto de los habitantes de la granja. «Todos muertos: cuatro hijos en la guerra y mi mujer, de pena», le contestó escueto. No pareció convencido el ruso. Gritó: ¡sobaki!

Al poco aparecieron dos soldados con sendos perros siberianos, que de inmediato comenzaron a olisquear por todos los rincones. Se detuvieron los laikas de Siberia en la habitación principal, ladraban repetidamente y tiraban de la correa hasta que pudieron abocarse bajo la gran cama. Ambos perros rascaban y ladraban sobre las tablas del suelo. Entre cuatro soldados retiraron la cama. Los canes persistían en gruñir y ladrar. El sargento mandó levantar las tablas.

Sonó un disparo. Provenía del suelo que pisaban los invasores. Luego otro. Los soldados montaron sus armas y se cubrieron tras los muebles y tabiques.

El señor Schulz se arrodilló y prorrumpió en un llanto intenso y desconsolado.

Los perros callaron.

© Andrés Gusó

Madrid, noviembre 2019