Extractos

IDÉNTICAS

IDÉNTICAS

Quien conducía la limusina sabía que debía abandonarla antes de que la policía descubriese lo que ocultaba en el maletero. Tenía varias contusiones, ninguna de importancia. La más molesta la sentía en el costado derecho, se había golpeado con el cambio de marchas. También le dolían una rodilla y un tobillo. No tenía tiempo para lamentos. Se liberó del cinturón de seguridad, bajó la ventanilla y se dispuso a salir por ella.

Un chapero, en retirada por la falta de clientes a esas horas en el parque del Oeste, vio el accidente desde lejos. Hacía bastante frío y una escarcha helada lo cubría todo. Era el momento del día en el que la claridad se abre paso y deja atrás la oscuridad encubridora. 

El testigo no se acercó a la limusina. Se limitó a llamar al 112 e informar. No tenía ninguna intención de quedarse y que la policía lo interrogase. Desde lejos, y sin acercarse un milímetro, pudo observar que el motor estaba en marcha, las luces encendidas y la ventanilla del conductor bajada. Le pareció ver que alguien salía por ella y se alejaba algo renqueante pero deprisa. Todo esto se lo calló. «Un accidente grave», fue lo único que les dijo antes de colgar el móvil que acababa de sustraer a uno de sus clientes. Le fastidió tener que deshacerse de él, uno de los modelos más caros, pero no podía exponerse a un interrogatorio. 

Una dotación del Sámur y una de la Policía municipal llegaron ululando sus sirenas al mismo tiempo. Las silenciaron y bajaron de sus vehículos. Los municipales, a primera vista, dedujeron que la limusina había dado varias vueltas de campana hasta quedar apoyada sobre el costado del copiloto, mostrando su panza. Se encontraba al final de un parterre, a unos cuarenta metros de la calzada. Todos los efectivos presentes descendieron hasta el coche. Un agente municipal, al ver que no había nadie en el vehículo, se dirigió al grupo:

—¿Y el conductor? 

El técnico en emergencias sanitarias fue el único que se atrevió a especular: 

—Igual era un ladrón y el coche era robao. Iba a toda hostia, ha derrapao y se la ha pegao. El tío ha salío por piernas antes de que llegaseis. 

Al municipal no le gustó que el sanitario ejerciera de policía y dijo:

—Parece que no hay nadie. Por mí, podéis iros.

—¿Seguro? 

—Mira tú mismo. A ver si lo ves mejor que yo.

Se asomaron por el parabrisas los dos policías y el técnico. Iluminaron el interior con las linternas a conciencia. Allí dentro no se veía a nadie.

Otra dotación de la Policía municipal se orilló a la acera. Hizo aullar la sirena, advirtiendo de su presencia a los compañeros situados más abajo.

El médico, al ver que habían llegado más refuerzos y que ellos ya no eran necesarios en aquel lugar, les anunció a los municipales que se marchaban. En ese preciso instante llegó la grúa que habían pedido a la central. Descendió por el terraplén y se situó en perpendicular al vehículo siniestrado. Engancharon un grueso cable de acero a la manecilla de la puerta del conductor y accionaron el motor para recogerlo. La limusina, tras un breve traqueteo, quedó asentada sobre sus cuatro ruedas. A consecuencia del enérgico movimiento, el maletero se abrió.

Al acercarse el mecánico a cerrarlo, miró en su interior. Dio un respingo. Se giró hacia los municipales que se habían alejado y les gritó:

—¡Aquí! ¡Aquí!

Aquellos lo miraron extrañados. Los sanitarios, que ya se iban, se asomaron por la ventanilla a ver qué eran aquellos gritos. Detuvieron su marcha. El médico se apeó de la ambulancia y se dirigió hacia el vehículo accidentado. El municipal que parecía llevar la voz cantante preguntó en voz alta:

—¿Qué pasa? 

El gruista, muy nervioso, no acertaba a decir otra cosa que:

—¡Aquí! ¡Aquí! ¡Aquí!

El policía se asomó al maletero y pudo ver la razón de la inquietud del mecánico: el cuerpo de una mujer joven yacía en su interior. En posición fetal. Inmóvil. El médico, nada más llegar a su altura, se hizo el interesante:

—Vaya. Así que había alguien. 

—Ya ves. Un fiambre, parece. 

—Pues si es un fiambre es cosa de Criminalística, no de nosotros.

—Bueno, ya que estás aquí, tú mira a ver.

—Eso iba a hacer, qué te creías.

El médico se asomó al maletero y observó su inesperado contenido. Lo primero que hizo fue tantear el pulso de la yugular. Débil, pero tenía pulso. Estaba viva. Comprobó también su iris. Definitivamente, viva. Parecía sedada más que dormida, pues no respondía a los estímulos que le daba en forma de cachetes. Observó que tenía un gran moratón en la frente y un hematoma detrás de la oreja derecha; especuló que seguramente había perdido el conocimiento por el choque. No apreció más heridas a simple vista.

Llamó a sus compañeros y les pidió que bajasen la camilla. Le aplicaron oxígeno, le pusieron un collarín por precaución y la metieron en la ambulancia con destino al cercano Hospital Clínico. 

Un coche patrulla de la Policía nacional, más otro vehículo camuflado, con un subinspector y un oficial, estacionaron junto al vehículo de la Policía municipal. Se acercaron a la pareja de guardias que estaba custodiando el siniestro. Se habían refugiado en su vehículo y encendido la calefacción, esa mañana de febrero estaba siendo muy fría. Uno de ellos nada más ver a los investigadores se bajó y les dijo, quejumbroso:

—Ya era hora. Hace casi una hora que acabé mi turno y seguimos aquí todavía. De custodia. 

Uno de los agentes del coche camuflado respondió, displicente:

—A mí qué me cuentas. Nos acaban de llamar.                      

—Ahí abajo lo tenéis. No hay nadie. El conductor se las piró. No es de extrañar, llevando el paquete que llevaba. Una chica, parecía muerta, pero no. Afortunadamente. En el maletero la tenía.

El subinspector Aranda, el de mayor rango de los investigadores, le preguntó si la chica estaba atada. El municipal le respondió que no, que estaba sin ataduras pero sin sentido, como muerta. El subinspector quiso saber más:

—Se la han llevado los del Sámur, supongo.

—Efectivamente. Hace un buen rato. Al Clínico, me dijeron.

El detective bajó por el prado hasta donde se encontraba la limusina negra. Observó la matrícula de color azul con los números y letras en blanco. La fotografió con su móvil y la envió a la comisaría con la indicación de que averiguaran, en la compañía de limusinas propietaria de esa matrícula, quién estuvo asignado a ese vehículo en el turno de la pasada noche.

El subinspector se dirigió al gruista en tono autoritario:

—Usted, lleve el coche siniestrado al depósito municipal de la avenida Valladolid. No toque nada. Simplemente lo lleva y lo baja. Ni se le ocurra abrirlo.

—Vale, jefe.

—Mandaremos a los ITO para allá, que hagan una inspección a fondo. Andando. Váyase ya.

Azuzó a su ayudante para que regresara al coche.

—Venga, Ibáñez. Nos vamos a comisaría. Aquí no hacemos nada.

—¿No deberíamos ir al hospital? Igual la chica ya se despertó y nos podrá decir quién la metió en el maletero.

El subinspector Aranda se quedó mirando a su ayudante con desdeño. Tenía razón. Lo lógico era pasarse primero por el hospital, pero antes muerto que obedecer a un subordinado. No respondió. Se puso al volante y se dirigió hacia la comisaría. En su estúpida mediocridad primaba la autoridad que le otorgaba un rango superior. Vencer antes que convencer. El joven oficial se encogió de hombros y calló.

El subinspector Aranda cambió su tono despótico habitual por otro mucho más dócil en cuanto tuvo que reportar a su jefe inmediato, el inspector Ignacio Cuevas, quien nada más verlos entrar les preguntó: 

—¿Qué era lo del parque?

—Una chica en un maletero. Se la han llevado al Clínico. Está sin conocimiento, pero viva. El conductor, posiblemente un taxista de esos de Uber o Cabify, no aparece. Se ha esfumado. Lo estamos buscando.

—¿Venís del hospital entonces?

—No. Pensábamos ir ahora. Antes quería reportarte.

—Pues no me estás reportando mucho, Aranda. Mejor os vais a hablar con la chica a ver qué le han hecho. Parece un secuestro abortado por un inoportuno accidente.

Encontraron a la chica recostada. A pesar de su cara de aturdimiento les resultó muy atractiva: rostro bello y sereno, grandes ojos verdes muy claros, casi transparentes, enmarcados por unas cejas apenas depiladas, y unos asombrosos labios acolchados, en ese momento algo exangües. Una media melena de color caoba y lacia colgaba sobre los hombros. Estaba despierta pero desorientada, hablaba con una enfermera que le comprobaba las constantes. No tenía fiebre, el pulso y la oxigenación eran buenas, la presión arterial, normal. La chica le estaba diciendo que únicamente tenía un fuerte dolor de cabeza y que no recordaba nada de lo sucedido. La enfermera la tranquilizó:

—Ahora te harán un TAC, no te preocupes.

La joven miró con curiosidad a aquellos dos individuos que irrumpieron decididos en el box de urgencias que le habían asignado, como si estuviesen en un concurso de policías mostrando las placas en alto. Sus ojos pasaron de los distintivos policiales a la enfermera, y conformaron una mirada de clemencia que la sanitaria captó al instante para reaccionar e increpar a los intrusos:

—¿Qué hacen aquí? Aquí no se puede estar.

El detective de mayor rango la interpeló: 

—Como puede ver, somos policías, el subinspector Aranda y el oficial Ibáñez. Necesitamos hablar con la señorita. Lo antes posible.

—La paciente necesita descansar. Está agotada, desorientada y además tiene un fuerte dolor de cabeza.

—Solo será un instante. Necesitamos saber su nombre y qué le ha pasado.

—Tendrán que solicitar permiso al doctor Aguado para hablar con ella.

La enfermera se alejó de la cama y corrió la cortina que separaba los lechos, dando a entender que se había cerrado una imaginaria puerta. Ibáñez descorrió la cortina y le hizo una foto a la chica con el móvil. La volvió a correr antes de que la enfermera dijera algo. Su jefe ni se inmutó, simplemente le dijo:

—Ibáñez, hay que encontrar a ese doctor Aguado. Yo no me voy de aquí sin averiguar qué le pasó a la chica.

—En admisiones igual saben dónde encontrarlo.

Por toda respuesta, el subinspector Aranda lanzó un gruñido.

Tras las cortinas, la joven accidentada se abrazó a Morfeo y se durmió profundamente. Al dios de los sueños le gustó tanto el abrazo que ya no la soltó. A las dos horas, la chica del maletero moría como consecuencia de una hemorragia masiva repentina. La posterior autopsia determinaría que fue a causa de los fuertes golpes recibidos en su cabeza: le provocaron una hemorragia interna lenta y letal. 

A los policías no les dio tiempo de averiguar quién era aquella chica y qué le había sucedido. Cuando, por fin, el doctor Aguado los recibió, la joven había entrado en coma profundo. Al llegar a la comisaría para informar a su jefe, recibieron la llamada del hospital con la trágica noticia. Les tocaría volver con una orden del juez, tomar huellas, ADN y más fotografías; todo con el objetivo de averiguar quién era.

Aranda se quejó en alto:

—Adiós al fin de semana.

Ibáñez, una vez más, calló. 

Publicado por Cristina Llorens en Extractos
LLÁMAME MAMÁ

LLÁMAME MAMÁ

Antes de empezar

La quiere solo para él. No desea compartirla con nadie. Cualquiera que intente entrometerse será considerado un intruso. Y tendrá consecuencias. Hoy ella se casa. Unos la miran, la mayoría la desean, solo uno la ama. Mauro cree que su madre está guapísima: más elegante, carismática y bella que nunca. No viste de blanco sino de beige. No lleva velo ni tampoco sombrero, ni tan siquiera un tocado. Toda su belleza al descubierto.

En el juzgado los invitados están atentos al sí quiero. Son una pareja algo mayor a las habituales. Son segundas nupcias para ambos. Hay descendientes presentes. Uno por contrayente.

La madre de Mauro fue modelo de un cotizado pintor y padre biológico de su único hijo. Joven, hermosa y de formas perfectas. Estudiosa, resuelta y alegre. Y enamorada. La perfecta esposa para un genio, para un artista de renombre. Apenas diecinueve años y embarazada de Mauro el día de su boda. Cuarenta y dos años en esta. Las trompas ligadas. Ya no es modelo. Aquello fue para ganar un dinero extra y pagarse los estudios. Ahora es profesora de Lengua y Literatura Española en un colegio elitista de Madrid. Viuda del pintor desde hace cuatro años, hoy se ha vuelto a casar. El novio es el rector de la institución en la que ambos trabajan.

Esta historia empezó hace veintitrés años, en el estudio.

Capítulo 1

Elvira notó que Oriol había dejado de mirarla como pintor para mirarla como hombre. Fue un instante. Un cruce de miradas y lo supo. Ya nada sería igual entre ellos.

El artista la eligió por su elegancia natural. Siempre componía  posturas atractivas sin necesidad de que el pintor le indicase demasiado, un simple gesto bastaba. Ella lo intuía con muy poco. Esa inteligencia tan intuitiva, sin necesidad de palabras, lo conquistó. No hablaban mucho, pero cuando lo hacían, la cálida voz, de hablar pausado y perfecta dicción de Elvira, lo tenía cautivado.

Durante aquella sesión él le había pedido una nueva pose. Provocadora a todas luces. Completamente desnuda. De frente, recostada en un sillón de terciopelo rojo cardenal, con un pie que acariciaba el suelo y el otro colgando sobre uno de los reposabrazos. Abierta de piernas, por fuerza. Hasta entonces las posturas que le había pedido durante las sesiones anteriores, siete con esta, habían sido siempre medio cubierta, de espaldas, de escorzo o tumbada con las piernas encogidas y abrazándolas. Nunca abiertas, nunca de frente. El pintor comenzó a realizar comentarios sobre su cuerpo y siguió con más peticiones.

—No te depiles el pubis. Déjatelo así.

Elvira asintió sin moverse apenas.

—Ni las axilas. Déjatelas crecer de nuevo.

La petición extrañó a la modelo. Enarcó las cejas. El pintor apartó la vista del lienzo para encontrar los ojos de ella.

—La depilación es una moda reciente. Yo quiero que mis

obras sean atemporales. Te quiero tal cual. Sin retocar. ¿De acuerdo?

Asintió de nuevo Elvira. No pudo reprimir una sonrisa.

—Así, así. Sonríe, pero no tan dulce. Más malilla. Trata de darme una expresión más…, más buscona. Como si me invitaras a follarte.

A la modelo se le borró la sonrisa, no se esperaba un comentario de ese calibre. Trató de recomponerse por la petición. Se removió un poco en el sillón para volverse a poner como estaba al principio. Bajó la cabeza, se concentró y cuando la levantó su expresión era más procaz, si cabe, que la pose adoptada. Sus labios, humedecidos gracias a un veloz lamido, se habían despegado ligeramente. Conformó una sonrisa impúdica. La acompañaba de una mirada intensa. Anfitriona. De aquí estoy, esperándote.

Así lo interpretó Oriol.

Limpió el pincel mecánicamente. Lo dejó junto a la paleta. Se limpió las manos sin dejar de mirarla. Se acercó, la abrazó y besó. Sin pedir permiso,  lo dio por concedido: por la mirada proyectada por aquellos intensos ojos verdes y por la apertura de aquella sugerente boca. Se dio por invitado. Pero Elvira decidió que no habría barra libre de momento. Aceptó el beso, pero no hizo nada por desnudarlo ni atraerlo hacia su cuerpo. Al contrario, lo separó con delicadeza interponiendo sus brazos ante la segunda andana de besos. Luchaba contra sus hormonas, que le pedían aceptarlo y participar activamente en el juego sexual con su admirado pintor. Sus neuronas, por el contrario, le aconsejaban mantener la distancia. Fijar la relación en lo puramente profesional. Sí, pero no. No, pero sí. Las hormonas, finalmente, se impusieron en su decisión ante la perseverancia de Oriol.

Elvira cejó en su defensa y se lo quedó mirando. Lo observaba embelesada mientras él se despojaba de su mono de trabajo. No lo ayudó, ni se precipitó sobre él. Lo vio venir en posición de entrar a matar, ella, lejos de agachar el testuz, permitió la estocada. De golpe su admirado pintor ya no la intimidaba, al contrario lo deseaba. Totalmente excitada, se dejó hacer mientras lo acariciaba primero y lo atenazaba después. Liberada y desinhibida. Sin precaución. Al natural. Como era ella. Irresponsable, como era él.

La pintase o no, Oriol y Elvira tuvieron muchos más encuentros sexuales. Prácticamente cada día durante dos meses. Elvira descubrió el placer que su propio cuerpo podía proporcionarle y el gozo añadido de compartirlo con un hombre tan bien esculpido y dotado como Oriol. Ella apenas tenía diecinueve años. Él rozaba los veintisiete, pero parecía mayor, mucho más experimentado en el intercambio sexual, muy varonil, seguro y dominador. El pintor le resultaba muy atractivo. Sus amplias espaldas, el torso musculado, los fuertes brazos y expertas manos la atraían sin remedio. La dureza del rostro de Oriol: los grandes y fuertes pómulos, la recia quijada, la cerrada barba y aquellos grandes ojos negros que parecían ver lo más profundo de ella. Intimidatorios. Tan oscuros como su ensortijado e indomable pelo. Todo en él rezumaba masculinidad y testosterona. Elvira lo encontraba sumamente atractivo y enseguida se enamoró. Él también quedó prendado de aquel cuerpo hermoso, perfecto y joven. El amor no era su fuerte, aun así, sintió bastante afecto y atracción, más allá de lo meramente sexual, por Elvira. Estaba bien con ella. En esos primeros meses de relación, sin embargo, únicamente salieron tres veces a otro lugar distinto de aquel diminuto estudio. No se podía considerar una relación de pareja habitual. La modelo le siguió cobrando por posar, como el primer día.

Tras la segunda falta visitó al ginecólogo de su hermana mayor. Estaba embarazada de diez semanas. Lo hablaron. Consideraron el aborto. En un principio, decidieron que eran demasiado jóvenes para ser padres. Fue un falso acuerdo. Elvira tenía miedo a la interrupción quirúrgica. Por otra parte, quería vivir deprisa. Ser madre ya, tanto como si él quería como si no. Lo volvieron a discutir. Un deseo infantil. Una ensoñación. Jugar con muñecas otra vez. Invitaba a Oriol a elegir nombres, aun sin conocer el sexo del feto. Él aceptaba el juego a regañadientes. No quería tener un hijo y menos en aquel momento en el que sus cuadros comenzaban a venderse. Le faltaba un buen marchante, un galerista que entendiera su obra y lo lanzase. En eso estaba concentrado. En hacerse un hueco en el difícil mundo del arte. Un niño era un obstáculo para sus planes. Sin embargo, cada día estaba más fascinado por Elvira. Su belleza le resultaba subyugante. Su activa participación en los juegos sexuales lo tenían sometido. Su lozanía, simpatía y ganas de vivir eran contagiosas. Poco a poco Oriol cayó en las redes de la modelo, ahora su pareja oficial. Lo era desde el  día que decidieron que ella no le cobraría más y acordaran que se vendría a vivir con él en su pequeño apartamento y estudio

Elvira se convenció en tener aquella criatura, sobre todo cuando en la tercera visita al ginecólogo, ya de veintiuna semanas, le dijeron que estaba en cinta de un varón. Le quedaba una semana de plazo para abortar legalmente, y solo si alegaba un supuesto que no se daba en su caso. La suerte estaba echada. Sería madre. Lo que ella deseaba. Resolvió seguir estudiando su carrera a distancia. No se veía yendo a clase embarazada. Pero el niño lo iba a tener, quisiera su padre biológico o no. Estaba decidida. Lo discutieron.

—Voy a tener el niño.

—Ya lo has decidido. Tú solita. ¿Yo no cuento?

—Bueno, es mi cuerpo. Yo decido.

—Desde luego, pero yo también tengo algo que decir ¿no?

Elvira buscaba dónde sentarse. La chaiselongue estaba llena de cojines, mantas y unas cajas que no había visto antes. Oriol estaba sentado sobre el taburete que utilizaban las modelos. Sólo quedaba la cama, deshecha, a unos pasos. Se decidió por el lecho. Estiró las sábanas y se sentó.

—Claro que cuentas, por eso te lo comento.

—No, no me lo estás comentando. Me estás anunciando tu decisión.

—Ya te he dicho que decidía yo.

—Sí, pero vivimos juntos. Y resulta que a mí no me viene bien ahora tener un niño. Tengo otras preocupaciones, ¿entiendes?

—Ah, sí. Tu carrera pictórica. Ya me lo sé. Cien por cien de concentración. No molestar. No entres, no salgas, no hagas ruido. Calla, silencio…

—Pues sí. Eso. No molestar. No distraerme. No puedo soportar los llantos de un bebé. Me desconcentran.

—Si llora lo sacaré de paseo. No te molestará, podrás pintar todo lo que quieras.

Oriol se levantó del taburete y fue a sentarse junto a ella. Le cogió las dos manos.

—¿Te crees que no lloran por la noche? Eres una cría. No sabes lo que te espera. Lo que nos espera.

—Me alegra que te incluyas.

—Qué remedio. Te veo muy decidida y no soy un cabrón. Soy el padre. Tengo una responsabilidad, creo. Ahora bien, Elvira, ya te lo advierto: no pienso ocuparme del niño. No voy a cambiar ni un pañal, ni lo voy a bañar, ni acunar. Si llora, será cosa tuya. Yo tengo que dormir bien para pintar bien. Necesito descansar. El descanso es fundamental para la inspiración.

—Qué morro tienes. Di que no te apetece o que no sabes ni quieres aprender, pero no me digas que necesitas descanso para inspirarte. A ti te inspiro yo, ¿o no?

Lo rodeó con los brazos y lo besó. Súbitamente Elvira despegó los labios.

—¿Te vas a casar conmigo, también?

—Oye, paso a paso, ¿vale? Sin agobios. De momento vamos a echar un polvo.

Elvira aprendió a cocinar y se encargó de todas las tareas domésticas. Tenía terminantemente prohibido tocar nada de la parte dedicada a la pintura. No podía mover un lienzo de sitio, aunque molestase en el camino hacia la cocina o el baño. Su contribución a la economía familiar se circunscribía a posar, a cocinar y fregar. Todo gratis. Incluso aprendió a planchar, para ella, porque a Oriol no le importaba llevar la ropa arrugada, porque, aseguraba, la arruga iba más con su imagen de pintor bohemio. Ella asumía que aquello eran cosas de artistas y lo dejaba estar.

A medida que el embarazo resultaba más obvio y la tripa crecía, las ganas de encuentros sexuales por parte de Elvira aumentaron. Sus hormonas estaban desatadas. Sus demandas y acoso incluso resultaron agobiantes para su pareja. Elvira estaba de siete meses. Oriol consideró que era su deber reconocer el fruto de sus encuentros. Se consideró culpable del embarazo. Se casaron dos meses antes del parto. Muy pocos invitados. Familia estrecha y nadie más. En total no más de una docena de personas en el juzgado. Menos aún en el convite: los padres de él se volvieron a Barcelona en el tren de las cuatro.

Oriol realizó una serie de pinturas siguiendo el embarazo, una por mes. Al octavo mes dejó de pintarla y de acostarse con ella. Ya no le atraía como antes. Se estaban convirtiendo en un matrimonio como muchos otros. Contrató a otras modelos, igualmente jóvenes y bellas, si bien Elvira siempre les encontraba algún defecto: poco pecho, demasiado pecho, bajita, escuálida, gordita, culona o lánguida. Y se lo decía a su compañero, que asentía sin demasiada convicción y seguía a lo suyo. A pintarlas y acostarse con las que consentían en cuanto Elvira estaba fuera. Las ausencias de ella eran cada vez más frecuentes: en el médico, con su hermana, mirando carritos, cunas o eligiendo ropa para Mauro. Ella eligió el nombre tras innumerables sesiones de búsqueda en el santoral y explorando el significado en Internet. Oriol, una vez más, pasó. Únicamente se interesó por la acepción cuando nació. No entendió mucho la elección, ni la razón. No compartía el razonamiento de su pareja. Lo encontró muy rebuscado, tanto el nombre como el significado.

—Yo no soy moro ni lo parezco.

Oriol lo inscribió en el Registro con el nombre de Mauro Mauri Girò Mendoza. Una inscripción rebatida por el funcionario por tratarse del mismo nombre de pila en dos lenguas diferentes. Oriol Girò, catalán afincado en Madrid buscaba hacer carrera en la capital, que creyó mucho más pujante, más abierta e internacional que su Barcelona natal. Oriol no había dejado de sentir su sangre catalana y sus tradiciones. Él lo llamaría Mauri, aunque estuviesen en Madrid. Cosas de catalanes, respondía siempre Elvira, cuando alguien disimuladamente le preguntaba por esa extravagancia.

Alice Patterson, una de las galeristas más pujantes de España, con galerías en Madrid, Nueva York, Berlín y Singapur, se fijó en Oriol y en su pintura.

            —Creo que tu obra es muy original. Romperemos el mercado. Ya verás.

            —¿Tú crees, Alice?

            —Absolutamente. Déjalo en mis manos.

            La galerista le tendió la mano a modo de pacto adicional al contrato que iban a firmar a continuación. El pintor alcanzó la otra y elevó ambas manos hasta sus labios para besarlas.

            —En ellas te confío mi obra y mis ambiciones. No me defraudes, por favor.

            Alice se limitó a sonreír y asentir.

            La obra de Oriol comenzó a venderse de verdad, lo que les permitió mudarse a un pequeño chalé en la sierra madrileña. Buena luz, naturaleza, vida tranquila. Ideal para el pintor, ideal para que Mauro creciera respirando aire puro.

Ideal para Elvira. Una cocina espaciosa para su, cada vez más avanzada y exitosa, carrera como cocinera online. Le gustaba experimentar con platillos tradicionales y convertirlos en fusiones, nuevos desarrollos, nuevas mezclas. Algunas desastrosas, que rápidamente desechaba, y otras maravillosas que subía a su canal de YouTube, con excelente acogida y comentarios. En la paz serrana también consiguió centrarse en sus estudios a distancia y terminar la carrera.

Cuando Mauro cumplió tres años, el canal de cocina de Elvira tenía más de mil seguidores. Pensó en monetizarlo. Necesitaría más suscriptores, al menos el doble o el triple. Se le ocurrió especializarse en niños. En recetas divertidas para que los niños apreciaran la comida y no se aburrieran. De elaboración sencilla para las madres, platos que fueran bien aceptados por los exigentes bajitos sentados a la mesa. No solo explicaría los platos, también contaría las experiencias con su hijo. Lo bien que comía, cómo jugaba, lo que le iba bien para los dientes, para reducir los gases y dormir como los ángeles. El banco de pruebas sería su propia cocina y el exigente jurado, su retoño. Dicho y hecho. Daba muy bien en cámara. Su voz y dicción enamoraban. Y su belleza estaba acorde con la calidad y originalidad de sus recetas y consejos de madre. En un año duplicó sus suscriptores. Dos anunciantes la contactaron y firmaron un acuerdo de colaboración. Un productor de verduras congeladas y otro de caldos fueron sus nuevos jefes. Esa nueva fuente de ingresos le otorgó cierta independencia monetaria, pero sobre todo le demostró a su marido, que servía para algo más que abrirse de piernas, darle la teta a su hijo, limpiar la casa y posar de vez en cuando. Traía dinero al hogar y tenía una carrera terminada y a la cual quería dedicarse algún día.                                                   

Por otro lado, Oriol cada vez tenía más exigencias de producción al tener que cubrir tantos mercados. Su galerista lo estaba potenciando (y explotando) con mucho cariño. Ahora sí, el dinero comenzó a entrar de verdad en aquel chalé.

Publicado por guso en Extractos
PIEL DURA

PIEL DURA

Confianza Ciega

Cuando Tina entraba en una habitación regalaba presencia con sus formas rotundas y andares sensuales. Despertaba envidias y admiración entre las hembras a partes iguales; deseo y lascivia en los machos al unísono. No pasaba jamás desapercibida, a excepción de aquella tarde en la discoteca del pueblo. Aquel apuesto hombretón ni la siguió con la mirada ni le prestó la más mínima atención. A pesar de su estelar entrada, vestida para la ocasión con sus mejores galas: un vestido rojo pasión, de punto, escote palabra de honor, corte en tubo ajustado hasta medio muslo. Imposible para cualquier otra hembra que no fuera ella.

No pasó mucho tiempo para que las moscas acudieran a la miel. Tina rechazó todas las invitaciones a bailar. Se sentó junto a su mejor amiga, Karina, en una mesa apartada, y desde allí pudo observar sin ser vista a aquel adonis, extraño al pueblo y al resto de lugareños, pues con ninguno hablaba. Permanecía solo, acodado a la barra en un rincón como mirando al infinito, o eso le parecía a Tina, puesto que aquel sujeto vestía unas gafas oscuras que no le permitían distinguir su mirada.

            —Solo le falta pasarse el pulgar sobre los labios, como el del anuncio —le participó algo contrariada a su amiga Karina, señalando con la barbilla hacia el apuesto varón.

            —¿El de negro? ¿El mazao de la camiseta ajustada de grandes pectorales?

            —Sí, ese —contestó Tina—. Que parece que sea el portero de la discoteca, así to de negro y … to apretao.

            —Pues a mí me parece que está muy bueno.

            —Y lo está —acordó—. Pero se lo tiene muy creído, me da a mí.

            —A ti lo que te pasa es que te jode que no te haya ni mirado. Estás muy mal acostumbrada, querida.

            —Pues me va a ver, tía —dijo levantándose y ajustándose el vestido—. Me va a ver bien. Si Mahoma no va, la montaña se… mueve, o como sea el puto dicho.

            Tina se dirigió con paso seguro y exagerado cimbreo hacia el bar. Notó cómo muchas miradas desnudaban su cuerpo mientras rodeaba la pista de baile para alcanzar el extremo de la barra. Su objetivo reposaba un brazo sobre el mostrador, mientras con la otra mano se llevaba parsimoniosamente un vaso largo a los labios, dándole un prolongado sorbo a su bebida. Sin disimulo alguno ella se situó a su lado. Acodó ambos brazos, se inclinó sobre la barra y se dirigió al camarero, un antiguo compañero de pupitre, para pedirle una consumición.

            —Roberto, ponme lo mismo que le pusiste a este —dijo en voz alta señalando al hombre de la negra camiseta ajustada—. Que parece que le gusta.

            —Un gintonic.

            —De importación, supongo —dijo Tina.

            —No lo sé. Lo he dejado a la elección del camarero. Está muy rico.

            —Seguro que Roberto te ha puesto la mejor ginebra que tiene. Es un profesional.

            —No te preguntaré si vienes mucho por aquí, porque es obvio que eres una habitual —dijo el hombre de negro elevando la voz.

            —Yo sí te preguntaré de dónde has salido tú. Nunca te había visto por aquí.

            —De Madrid —respondió—. Estoy trabajando aquí unos días.

            Tina se lo quedó mirando fijamente, extrañada de que ese individuo siguiera sin mirarla, hablando como al infinito, cuando claramente habían entablado una conversación, aunque fuera casi a gritos por culpa de la música que atronaba el local. Algo no encajaba en ese tipo, pensó.

            —Y… ¿de qué trabajas? —preguntó realmente interesada.

            —Ayudo a la policía en un caso de homicidio múltiple. Soy criminalista. 

            —¡Ódo! —exclamó sorprendida —. ¿En el de las tres chicas de Cuenca?

            El hombre asintió. Se llevó el dedo índice a los labios en petición de silencio y luego volvió a sonreír enigmáticamente.

            —No lo vayas a pregonar por ahí. Estoy de incognito —dijo misterioso—. A la policía no les gusta ir aireando que me necesitan. Son muy suyos.

            —Pero ¿no eres policía?

            El hombre de negro negó con la cabeza varias veces. Posó su vaso sobre la barra y levantó el brazo haciendo con su mano el signo de rotación, lo que indicaba que quería otra ronda. Lo mantuvo alzado casi un minuto, sin éxito. La machacona música house fue sustituida por ritmos más suaves y canciones pegadizas, bien conocidas por la parroquia manchega. Muchos se lanzaron a la pista a bailar.

            —Perdona, ¿quieres tomar otra copa?

            Tina frunció el ceño en señal de extrañeza. Había algo en esa persona que no era normal.

            —No, gracias. Todavía la tengo casi llena. Roberto está en la otra punta, no insistas que no te puede ver desde tan lejos.

            —Ya me parecía. Debe estar ciego.

            Al decir esto, el hombre de negro soltó una risotada sin previo pensamiento, sin pulir, como vomitada.

            —¿De qué te ríes, tío? No entiendo.

            —De la contradicción. Aquí el único ciego soy yo, o es que aún no te has dado cuenta.

            Por fin le cuadraron las formas y gestos de aquel tipo. La ausencia de miradas libidinosas o de otra índole, ni tan siquiera por interés o educación. Ahora lo entendía. El cabrón era ciego, reparó. Claro, por eso. Por eso…

            —Pues, no. No me había dado cuenta —se sinceró—. Lo disimulas muy bien.

            —No hay nada que disimular, eres tú que no te fijas. Yo, en cambio, me he fijado bien y sé muchas cosas sobre ti.

            —Ya —respondió despectiva—. Seguro. Pero si no me ves, qué vas a saber.

            —A eso me dedico: a saber, sin ver. A ver lo que los otros no saben ver. Yo miro con otros ojos.

            Convencida de que no la podía ver, Tina se acercó a escasos centímetros, su pecho voluptuoso casi rozaba los pectorales de su interlocutor. Se aproximó aún más, hasta el punto en que sus senos lo tocaron, para susurrarle a la oreja un desafío:

            —A ver, listo. Descríbeme. Quiero saber qué ven esos ojos que no ven.

            El hombre de negro conformó una sonrisa de superioridad.

            —De momento te diré que por tu modo de hablar y el timbre de tu voz, no tienes más de treinta años, yo diría que unos veintisiete o veintiocho. Tu acento es castellano manchego, quizás de Cuenca, o de Albacete. Tampoco es tan difícil si tenemos en cuenta que nos encontramos en Tarancón, y al parecer conoces a la gente de aquí, por lo que muy bien podrías ser oriunda de esta parte de La Mancha.

            —Ajá. Vas bien, tío. De momento —confirmó Tina.

El hombre de negro levantó la mano y la puso a la altura de la cara de la chica.

            —¿Me dejas que te toque la cara? —pidió.

            —Solo la cara, chorra. No te vayas a creer lo que no es.

            Comenzó con una mano a repasar el rostro de la chica, se acompañó pronto de la otra mano, aprisionando suavemente el rostro entre ambas. Le palpó el cabello recorriéndolo en toda su largura hasta medio pecho. Ahí paró. Subió de nuevo las manos al rostro escalando por el cuello y remontando la barbilla. Se centró en los mullidos labios unos instantes para, a continuación, ascender por la nariz hasta las depiladas cejas y cubrir, por fin, los ojos almendrados con las yemas de sus dedos. Antes de despegar sus manos completamente, las dirigió hacia las pequeñas orejas, ocultas por la cabellera, en busca de pendientes; los encontró largos y de varias piezas engarzadas.

            —¿Y bien? —inquirió Tina intrigada.

            —Antes dile a tu amigo que nos ponga otra ronda, ¿quieres?

            Tina se giró hacia la barra en el instante en que Roberto se aproximaba con varias copas vacías en sus manos. Lo llamó y pidió dos gintonics de la mejor ginebra. Tenía claro que ella no los iba a pagar. Instó a su nuevo amigo que le describiera con palabras lo que palpó con sus manos.

            —De acuerdo. Eres una chica más alta que la media, aunque tampoco eres una jirafa —se rio—. Por lo que he notado al acercarte a mi oreja a susurrar, seguramente estas muy bien dotada físicamente, pues tu pecho es turgente y bastante desarrollado. Apetecible, debo añadir. Supongo que eres bastante guapa, aunque de facciones algo rotundas, que disimulas depilándote las cejas y usando muy poco maquillaje, apenas algo de rímel y pintalabios. A pesar de usar un perfume algo barato, le sacas partido, pues hueles bastante bien.

            —Oye, tío. No te pases.

            —No te ofendas, me refiero a que tu piel huele mejor sin artificios, tal cual.

            Roberto sirvió dos gintonics bien cargados de ginebra inglesa. El tintineo de los hielos hizo que el hombre de negro girase su cabeza hacia las bebidas. Tanteó sobre el mostrador y llegó su mano hasta una de las copas. La cogió y se la acercó a Tina. Luego hizo lo mismo con la otra copa, llevándosela esta vez a su boca, enviando la mitad de su contenido al estómago de un largo y único trago. Reprimió un eructo educadamente, tapándose la boca con la mano libre.

            —Es bastante impresionante —concedió Tina—. Pero no entiendo muy bien cómo puedes ayudar a la poli con esta minusvalía tuya. Sin ver… no irás palpando por ahí los cadáveres, ¿no? Digo yo.

            —Pues, a veces me dejan. Pero solo si están bien muertos.

            —Estás de coña. No me vaciles, tío —le soltó mientras le daba un leve manotazo en el brazo.

            —Vale. Lo que pasa es que no me gusta hablar mucho de mi trabajo. No siempre es agradable, sabes.

            Tina chocó su copa contra la de su compañero de barra y lo invitó a proseguir:

            —Venga, dame un ejemplo de lo que has hecho hoy. ¿Cómo les has ayudado con lo de las chicas?

            —No puedo hablar de ello, pero te diré, por ejemplo, que sé distinguir, mejor dicho, identificar, más de cien sonidos diferentes. Desde pájaros a perros, motores o campanas. Sé, por decirte algo de por aquí, que conozco el tañido de la mayoría de las campanas de las iglesias castellanas. Ninguna suena igual.

            —No veo la relación.

            —En una grabación que captaron se oía de fondo el tañido de un campanario. Yo lo identifiqué y por eso estamos hoy todos aquí. En Tarancón.

            Ahora fue Tina la que se trasegó media copa de golpe. Estaba ciertamente impresionada por las capacidades, tan fuera de lo común, de su nueva amistad. Siguieron charlando sobre sus otras habilidades: los idiomas y la distinción de acentos entre regiones del mismo país, su poder olfativo, capaz de identificar más de doscientos olores diversos, y por fin, el tacto, igualmente capaz de encontrar minúsculas variaciones en la piel, en forma, tersura y temperatura. Tina se iba acercando más y más a aquel sujeto tan peculiar, olvidándose completamente de su discapacidad visual. Sin ser vista se sentía igualmente observada y apreciada por aquel individuo, del que todavía desconocía su nombre.

            —Por cierto, aún no me has dicho tu nombre. Yo me llamo Tina.

            —Ricardo —respondió ofreciendo su mejilla para ser besada.

            Siguieron conversando animadamente sobre temas insustanciales hasta que llegó el momento crucial de despedirse o de irse juntos. Ricardo le pidió que lo acompañara a su hotel, pues no creía que hubiese taxis a esas horas. Tina aceptó con la condición de que le contara más sobre el caso de las chicas asesinadas en Cuenca. Se subieron al coche de Tina acompañados por Karina, quien había insistido en permanecer junto a su amiga. No se fiaba del hombre de negro. La discoteca estaba algo alejada del centro del pueblo. Tina, a pesar de las disimuladas advertencias de su amiga, optó por dejar primero a esta en su casa y seguir camino a solas con Ricardo. Si les paraba la Guardia Civil en un control, la conductora superaría con creces los niveles permitidos de alcohol en sangre, por lo que le comentó que daría un rodeo hasta su hotel por caminos secundarios. Ricardo se limitó a asentir en silencio.

            En un sendero sin asfaltar y tras varios trompicones Tina detuvo el coche orillándolo junto a unas encinas de gran tamaño y frondosidad. Apagó el motor y las luces. La noche era bastante clara, la luna brillaba con intensidad y no era necesaria tanta luz. No podía llevárselo a casa, por respeto a sus padres, con los que aún vivía, pero aquel hombretón no podría irse a dormir sin antes ella sentirlo dentro. Tanta ginebra le había despertado la libido, lo suficiente como para desinhibirla y demandar magreo.

            —Quiero que me toques el cuerpo como antes tocaste mi cara. Quiero sentir esas manos, delicadas y precisas, sobre mi pecho y mis muslos —le dijo mientras le agarraba su mano y la conducía hasta su húmeda entrepierna—. Quiero que me vuelvas loca.

            Ricardo no dijo nada y se dejó llevar. Le sorprendió la fogosidad de la chica, pero lo adujo al alcohol trasegado. Ella llevaba la iniciativa. Se subió el vestido de tubo hasta dejárselo enrollado a la altura del cuello, como si fuese un gran foulard. Las manos de Ricardo ascendían y descendían amasando las sensuales formas de Tina. Ella se estremecía al tiempo que luchaba por desabrochar los botones de los vaqueros de Ricardo, buscando ser penetrada cuanto antes. Sacó un condón de su pequeño bolso y lo colocó en el enhiesto miembro de su sorprendido amante.

La montó, atendiendo a las reiteradas suplicas al oído que una desbocada Tina le proponía. Al mismo tiempo, Ricardo aprisionaba su garganta con una de sus delicadas y precisas manos. A medida que aumentaba el ritmo de la penetración, aumentaba igualmente la intensidad del ahogamiento. Al llegar al clímax utilizó ambas manos para asfixiarla hasta la muerte mientras se vaciaba en ella.

            Se desenganchó. Se subió los pantalones. Se encasquetó las gafas negras en su cabeza como si fueran una diadema. Abrió la puerta del coche y cogiéndola de los pies jaló aquel cuerpo fuera del vehículo. La arrastró hasta unos matorrales detrás de unas encinas de gran tamaño y retorcidas formas a causa del viento y los años. Se aseguró de que estuviera muerta y la cubrió con unas ramas sueltas.

            Regresó al coche y se puso al volante. Condujo hasta llegar a Madrid. Abandonó el coche en un aparcamiento del centro, y se diluyó en la gran ciudad.

Su cuarta víctima resultó la más fácil de todas.

Publicado por guso en Extractos
UN VIAJE DE VENGANZA

UN VIAJE DE VENGANZA

Capítulo 1.

Ella arrastraba el cuerpo inerte de su amante cuesta arriba. Realizaba un gran esfuerzo, tanto físico como mental. Hacía apenas tres horas yacían extenuados tras haber hecho el amor con vigor y pretendida pasión. Más bien él, ella se dejó hacer, como siempre últimamente, a disgusto. Ahora colaboraba en la desaparición de su amante.

            El asesino le había ordenado que cogiera el cadáver por los pies y lo ayudase a trasladarlo hasta la entrada de una cueva, en lo alto de un pequeño montículo. Pesaba casi noventa kilos al menos, nunca lo había notado tan pesado, ni siquiera cuando se derrumbaba sobre ella tras vaciarse. Lo agarró por los tobillos y tiró cuesta arriba apretando los dientes. La mayor parte del peso la soportaba el asesino, el cual tenía agarrado al muerto por las axilas. Ascendía la cuesta despacio dándole tiempo de vez en cuando a la chica a recuperar el resuello.

            No hablaban, concentrados como estaban en la operación, para ahorrar fuerzas y, sin duda, para escamotear la tenebrosa realidad de lo que estaban haciendo: deshacerse de un cadáver. Ella desde el momento en que gritó, asustada por la súbita irrupción del asesino en el coche, no abrió la boca ni una sola vez más. Ni siquiera para tomar aire durante la exigente ascensión de la loma. Desde luego se asustó mucho. En un principio creyó que ella también iba a ser su víctima. Sin embargo,  en cuanto vio que la obviaba como objetivo criminal y le pedía ayuda para introducir a su amante en el maletero, desde ese mismo instante, se relajó aliviada. Primero, porque no parecía que la fuera a matar también a ella —siempre tuvo la impresión de que le gustaba por la forma en que la miraba, por alguna que otra trivial insinuación, porque su presencia y encuentros eran más asiduos en las últimas semanas—, y segundo, porque la eliminación de su pareja representaba en realidad una liberación, quizás una oportunidad para comenzar una nueva vida.

            Ella se quedó observando como su acaso pretendiente se deshacía del cuerpo y lo dejaba caer por una estrecha grieta. Decidió alejarse. No quería ver más. Pasar página. Irse de allí. Regresar a Madrid y cambiar de vida.

Sí, pero no con un asesino

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EL SILENCIO HABLARÁ POR ELLA

EL SILENCIO HABLARÁ POR ELLA

Capítulo 1.

Madrugada del sábado 21 de marzo de 2037.

En algún lugar de la sierra madrileña.

Maniatada, magullada y aterida de frío. Unos instantes antes un insospechado enemigo la había arrojado sobre el duro suelo de pizarra, de lo que parecía la bodega del chalé al que había sido invitada. Alguien de su total confianza la llevó allí apenas unas pocas horas antes. Estaba muy asustada, no tenía ni la más remota idea de lo que iba a pasar con ella: quizás un permanente enclaustramiento en aquel sótano por un insano enamoramiento de su captor, o bien una petición de rescate a cambio de su vida. Sus padres no eran ricos, pero tampoco pobres. Seguro que su padre con su posición podría reunirlo pronto, como estaba segura de que ahora estaría ya buscándola por todas partes, o a lo peor, como aún era temprano esperaría a ver si llegaba por la mañana tras una juerga, como alguna otra vez en el pasado. Y… si fuera una venganza política… al fin y al cabo era la hija de un detestado ministro, concluyó.

 Se convenció de que nada de todo aquello había acontecido de momento, así que era mejor tranquilizarse. Lo único cierto que sabía era el nombre de su secuestrador, y aunque sorprendida, no dejaba de preguntarse qué era lo que aquel pretendía con esa asombrosa acción. Estaba en una casa segura, plácidamente adormilada tras yacer entre los brazos de su amor, cuando de pronto tuvo un abrupto despertar y su burbuja protectora explotó sin previo aviso. Unos poderosos brazos la habían arrastrado a un gélido y oscuro sótano. El raptor le había quitado el EPR de su oído y lo había machacado de un tremendo pisotón. Desconectada e ilocalizable. Sumida en el silencio.

Cada vez hacía más frío, debía ser noche cerrada, por algún resquicio se colaba un soplo helado que le hacía tiritar de frío y de miedo. Una vieja camiseta prestada era todo su abrigo.

No se oía nada: silencio absoluto. Su secuestrador no había dado señales de vida desde que la maniató, fotografió y arrojó sobre el frio suelo, haría ya un par de horas.

Al menos me podría haber echado en una cama, haberme dado algo de abrigo, algo de comer…

Tengo hambre, hijo de puta.

Tengo frío, cabrón.

Tengo miedo, papá.

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RÓTULA

RÓTULA

1. Una bandeja fuera de lo común

Madrid, 21 de octubre de 2016, viernes por la tarde

«Un cadáver no miente» decía siempre su jefe. E insistía ante los estudiantes: «Los muertos siempre dicen la verdad, pero hay que saber preguntar».

Amelia Cantón, recordaba aquellas palabras de su actual jefe cuando asistía a sus clases en la vecina facultad, hacía ya una eternidad. Llevaba ya más de veinte años ejerciendo, rodeada de cadáveres todos los días, como médico forense en el Servicio de Patología Forense en el Instituto de Medicina Legal de la Comunidad de Madrid. No se sentía ni intimidada, ni angustiada, ni mucho menos incómoda por verse las caras cada día con la muerte y sus resultados: los cadáveres que yacían sobre las mesas de zinc en la sala de autopsias a la espera de revelar sus secretos.

Sin embargo, un macabro e inquietante hallazgo en las estanterías de un supermercado iba a trastocar su impasibilidad ante la muerte.

Prácticamente la totalidad de los seres humanos se sienten inquietos y desubicados en un cementerio, y no digamos en un tanatorio o en una sala de autopsias. A Amelia, en cambio, le gustaba su profesión.

Esos cuerpos inertes, fríos, lívidos y la mayoría demacrados, le contaban a Amelia sus respectivas historias quedamente. Casi la totalidad de los que requerían una autopsia habían sufrido una muerte o violenta o fuera de la norma, entendiendo como norma, el morir en un hospital de una larga enfermedad o, en el mejor de los casos, en casa rodeado de los suyos.

            Hoy se sentía especialmente contenta pues se acercaba un fin de semana y no tenía guardia. Se podría ir unos días a la sierra, al chalé que con tanto esfuerzo se habían comprado hacía cinco años. Se aprovecharon de los buenos precios derivados de la crisis financiera e inmobiliaria que asoló España.

El pronóstico del tiempo estaba totalmente desalineado con las fechas del otoño en las que se encontraban: subirían las temperaturas, despejado y con mucho sol durante todo el fin de semana. Ideal para salir a por setas, ya que desde el Pilar había estado lloviendo regularmente, inmejorable para comerse un buen cocido madrileño con la familia y sestear luego ante la chimenea.

            Al salir del tanatorio decidió pasarse por el nuevo supermercado que acaban de abrir a dos pasos de su casa, en el centro de Madrid. Tenía muy buena pinta y apuntaba a satisfacer sus cada vez mayores deseos de comida saludable. Era un supermercado que se autodenominaba como «Saludable y Ecológico». La forense decidió pertrecharse, con todo lo necesario para  hacer un buen cocido, en ese nuevo súper.

            Llegó a su casa bien cargada de bolsas, contenían todo lo imprescindible para su cocido y muchas más viandas, unas necesarias y otras fruto de sus caprichos y las más, de las técnicas de exposición del supermercado, que hábilmente lograrán, casi siempre, aumentar el ticket de compra inicialmente previsto. Le daba igual, el estipendio estaba acorde con las expectativas de vida saludable y placentera que se regalarían ese fin de semana. Iban a venir los hijos, con sus respectivas parejas, y lo mejor de todo: su primer nieto, recién nacido. En total serían siete más el bebé.

            La forense decidió repasar las cantidades de lo adquirido no fuera a ser que hiciese corto. Últimamente estaba acostumbrada a cocinar sólo para tres, y siempre de forma muy liviana. Siete era ya un número considerable de comensales.

Repasó las verduras y la carne: todo bien y en cantidad suficiente. Cuando les tocó el turno a las bandejas con los huesos algo llamó su atención. No podía ser, se extrañó. Se trataba de una de las dos bandejas que contenían el hueso de rodilla y el de caña blanco. Ese hueso de rodilla, esa rótula. Eso no es ternera, observó.

            Lo miró y remiró. Cuando iba a quitarle el film transparente, que lo cubría y sujetaba a la blanca bandeja, para verlo bien, decidió que era mejor dejarlo todo como estaba, por si sus sospechas se confirmaban. La etiqueta especificaba rodilla y caña de ternera, envasadas por la misma marca del supermercado en origen, con fecha de caducidad a finales de octubre de dos mil dieciséis. Comparó de nuevo las dos bandejas de huesos de caña y rodilla que había adquirido. Una bandeja presentaba huesos con morfología típica de la ternera, mientras en la otra el hueso de rodilla no parecía de ternera. Hay algo que no encaja, se dijo.

            Se dirigió con esa inquietante bandeja en la mano a su estudio: un pequeño cuarto repleto de libros en tres de sus cuatro paredes, una silla encajada bajo una minúscula mesa, igualmente tomada por un montón de libros apilados, con un mínimo espacio libre donde, en su día, encajó un ordenador bastante antiguo. La pared libre albergaba un armario empotrado. Una tabla para planchar en mitad de la habitación esperaba a un montón de ropa, doblada y lista, sobre un sofá cama destinado a acoger a los invitados imprevistos.

Inició el ordenador y esperó largo rato a que presentara todas sus opciones. Una vez todas en pantalla se dio cuenta que la red wifi no estaba conectada y no podía navegar por Google. Empujó enfadada el viejo PC hacia el fondo de la mesa y se levantó a por un libro que había heredado de su padre: el Spateholz de tres tomos de mil novecientos setenta y cinco. Aquel atlas contenía unas excelentes ilustraciones a todo color. Las había repasado cientos de veces durante la carrera.

Amelia fue directa al tomo uno en busca del capítulo dedicado al aparato locomotor. Allí estaba lo que buscaba: varias ilustraciones de una rodilla.

            Un estremecimiento recorrió su espina dorsal, la bandeja que reposaba sobre su mesa de estudio contenía, no sabía por qué, ni como había acabado ahí,  una rodilla de una morfología exacta a la que mostraba la ilustración del viejo Atlas de Anatomía Humana de W. Spateholz.

            Tomó su móvil y buscó en contactos el número de su jefe y antiguo profesor, el Doctor Rubén Hidalgo, médico forense, Jefe del Servicio de Patología Forense del Instituto de Medicina Legal de la Comunidad de Madrid. Pulsó repetidamente sobre el número que mostraba la pantalla.

––«¡Amelia! ¿Qué tal? —contestó Rubén ––. ¿Qué pasa para que me llames un viernes a última hora? ¿Te has arrepentido del fin de semana? ¿Me lo quieres cambiar?»

––Hola Rubén. ¿Te pillo en mal momento?

––«No. Tranquila. Acabo de entrar en casa y me estaba cambiando. Dime. ¿Qué hay?»

––¿Vas mañana al Anatómico? Tienes guardia. ¿No?

––«Sí, no me he podido escabullir como tú. Y eso que soy el jefe. ¿Por qué?»

            Amelia comenzó a relatarle con todo lujo de detalles lo que se había encontrado al examinar las bandejas de carne para su cocido. Se detuvo en explicarle los motivos por los que comparó ambas bandejas. Su extrañeza por la diferencia morfológica de las rodillas.

––«¿Estás completamente segura? Es algo, no sé, estrambótico. Irreal, y si resulta que estás en lo cierto, es un hallazgo pero que muy, muy inquietante».

––Hombre, Rubén. Quizás no sepa distinguir una rodilla de ternera de una de potro o del codillo de un gorrino, pero humanas he visto y diseccionado unas cuantas.

––«Ya, ya lo sé. Pero aún así. No dudo de tu preparación y experiencia, Amelia».

––Y además… —hizo una pausa dramática para convencer a su jefe ––. No creo que a las terneras se les hagan habitualmente artroscopias para suturar los meniscos.

––«¿Cómo? ¿Artroscopia?  ––se extrañó Rubén––. ¿Qué has visto?»

––Una sutura en el menisco interno. Se aprecia bastante bien. Eso fue lo que me llamó la atención y me estremeció, en serio. Y mira que he visto de todo en nuestra profesión. Pero esto lo supera con creces. Estoy que no…

            Rubén la interrumpió pidiéndole que se calmara y citándola al día siguiente a primera hora.

––«Nos vemos en el Anatómico a las nueve en punto. No abras la bandeja y guárdala en la nevera. Si estás en lo cierto habrá que llamar a la policía».

––Sí, claro. Ya lo había pensado. Por eso no la he abierto y sugiero que mañana tampoco lo hagamos.

––«Sí. Desde luego. Inspección ocular y a partir de ahí ya vemos. ¿Vale?»

––Vale. Gracias Rubén.

––«Procura descansar. No le des más vueltas. Olvídate hasta mañana. Bueno, procúralo».

––Haré lo que pueda. Y si me da muchas vueltas, pues Lorazepam y listo ––zanjó Amelia.

«Un cadáver no miente» decía siempre su jefe. E insistía ante los estudiantes: «Los muertos siempre dicen la verdad, pero hay que saber preguntar».

Amelia Cantón, recordaba aquellas palabras de su actual jefe, cuando asistía a sus clases en la vecina facultad, hacía ya una eternidad. Llevaba ya más de veinte años ejerciendo, rodeada de cadáveres todos los días, como médico forense en el Servicio de Patología Forense en el Instituto de Medicina Legal de la Comunidad de Madrid. No se sentía ni intimidada, ni angustiada, ni mucho menos incómoda por verse las caras cada día con la muerte y sus resultados: los cadáveres que yacían sobre las mesas de zinc en la sala de autopsias a la espera de revelar sus secretos.

Sin embargo, un macabro e inquietante hallazgo en las estanterías de un supermercado iba a trastocar su impasibilidad ante la muerte.

Prácticamente la totalidad de los seres humanos se sienten inquietos y desubicados en un cementerio, y no digamos en un tanatorio o en una sala de autopsias. A Amelia, en cambio, le gustaba su profesión.

Esos cuerpos inertes, fríos, lívidos y la mayoría demacrados, le contaban a Amelia sus respectivas historias quedamente. Casi la totalidad de los que requerían una autopsia habían sufrido una muerte o violenta o fuera de la norma, entendiendo como norma, el morir en un hospital de una larga enfermedad o, en el mejor de los casos, en casa rodeado de los suyos.

            Hoy se sentía especialmente contenta pues se acercaba un fin de semana y no tenía guardia. Se podría ir unos días a la sierra, al chalé que con tanto esfuerzo se habían comprado hacía cinco años. Se aprovecharon de los buenos precios derivados de la crisis financiera e inmobiliaria que asoló, y continua, España.

El pronóstico del tiempo estaba totalmente desalineado con las fechas del otoño en las que se encontraban: subirían las temperaturas, despejado y con mucho sol durante todo el fin de semana. Ideal para salir a por setas, ya que desde el Pilar había estado lloviendo regularmente, inmejorable para comerse un buen cocido madrileño con la familia y sestear luego ante la chimenea.

            Al salir del tanatorio decidió pasarse por el nuevo supermercado que acaban de abrir a dos pasos de su casa en el centro de Madrid. Tenía muy buena pinta y apuntaba a satisfacer sus cada vez mayores deseos de comida saludable. Era un supermercado que se autodenominaba como «Saludable y Ecológico». La forense decidió pertrecharse, con todo lo necesario para  hacer un buen cocido, en ese nuevo súper.

            Llegó a su casa bien cargada de bolsas del nuevo supermercado, contenían todo lo imprescindible para su cocido y muchas más viandas, unas necesarias y otras fruto de sus caprichos y las más, de las técnicas de exposición del supermercado, que hábilmente lograrán, casi siempre, aumentar el ticket de compra inicialmente previsto. Le daba igual, el estipendio estaba acorde con las expectativas de vida saludable y placentera que se regalarían ese fin de semana. Iban a venir los chicos, con sus respectivas parejas, y lo mejor de todo: su primer nieto, recién nacido. En total serían siete más el bebé.

            La forense decidió repasar las cantidades de lo adquirido no fuera a ser que hiciese corto. Últimamente estaba acostumbrada a cocinar sólo para tres, y siempre de forma muy liviana. Siete era ya un número considerable de comensales.

Repasó las verduras y la carne: todo bien y en cantidad suficiente. Cuando les tocó el turno a las bandejas con los huesos algo llamó su atención. No podía ser, se extrañó. Se trataba de una de las dos bandejas que contenían el hueso de rodilla y el de caña blanco. Ese hueso de rodilla, esa rótula. Eso no es ternera, observó.

            Lo miró y remiró. Cuando iba a quitarle el film transparente, que lo cubría y sujetaba a la blanca bandeja, para verlo bien, decidió que era mejor dejarlo todo como estaba, por si sus sospechas se confirmaban. La etiqueta especificaba rodilla y caña de ternera, envasadas por la misma marca del supermercado en origen, con fecha de caducidad a finales de octubre de 2016. Comparó de nuevo las dos bandejas de huesos de caña y rodilla que había adquirido. Una bandeja presentaba huesos con morfología típica de la ternera, mientras en la otra el hueso de rodilla no parecía de ternera. Algo no encaja en esta maldita bandeja, se dijo.

            Se dirigió con esa inquietante bandeja en la mano a su estudio: un pequeño cuarto repleto de libros en tres de sus cuatro paredes, una silla encajada bajo una minúscula mesa igualmente tomada por un montón de libros apilados, con un mínimo espacio libre donde, en su día, encajó un ordenador bastante antiguo. La pared libre albergaba un armario empotrado. Una tabla para planchar en mitad de la habitación esperaba a un montón de ropa, doblada y lista, sobre un sofá cama destinado a acoger a los invitados imprevistos.

Inició el ordenador y esperó largo rato a que presentara todas sus opciones. Una vez todas en pantalla se dio cuenta que la red wifi no estaba conectada y no podía navegar por Google. Empujó enfadada el viejo PC hacia el fondo de la mesa y se levantó a por un libro que había heredado de su padre: el Spateholz de tres tomos de mil novecientos setenta y cinco. Aquel atlas contenía unas excelentes ilustraciones a todo color. Las había repasado cientos de veces durante la carrera.

Amelia fue directa al tomo uno en busca del capítulo dedicado al aparato locomotor. Allí estaba lo que buscaba: varias ilustraciones de una rodilla.

            Un estremecimiento recorrió su espina dorsal, la bandeja que reposaba sobre su mesa de estudio contenía, no sabía por qué, ni como había acabado ahí,  una rodilla de una morfología exacta a la que mostraba la ilustración del viejo Atlas de Anatomía Humana de W. Spateholz.

            Tomó su móvil y buscó en contactos el número de su jefe y antiguo profesor, el Doctor Rubén Hidalgo, médico forense, Jefe del Servicio de Patología Forense del Instituto de Medicina Legal de la Comunidad de Madrid. Pulsó repetidamente sobre el número que mostraba la pantalla.

––«¡Amelia! ¿Qué tal? —contestó Rubén ––. ¿Qué pasa para que me llames un viernes a última hora? ¿Te has arrepentido del fin de semana? ¿Me lo quieres cambiar?»

––Hola Rubén. ¿Te pillo en mal momento?

––«No. Tranquila. Acabo de entrar en casa y me estaba cambiando. Dime. ¿Qué hay?»

––¿Vas mañana al Anatómico? Tienes guardia. ¿No?

––«Sí, no me he podido escabullir como tú. Y eso que soy el jefe. ¿Por qué?»

            Amelia comenzó a relatarle con todo lujo de detalles lo que se había encontrado al examinar las bandejas de carne para su cocido. Se detuvo en explicarle los motivos por los que comparó ambas bandejas. Su extrañeza por la diferencia morfológica de las rodillas.

––«¿Estás completamente segura? Es algo, no sé, estrambótico. Irreal, y si resulta que estás en lo cierto, es un hallazgo pero que muy, muy inquietante».

––Hombre, Rubén. Quizás no sepa distinguir una rodilla de ternera de una de potro o del codillo de un gorrino, pero humanas he visto y diseccionado unas cuantas.

––«Ya, ya lo sé. Pero aún así. No dudo de tu preparación y experiencia, Amelia».

––Y además… —hizo una pausa dramática para convencer a su jefe ––. No creo que a las terneras se les hagan habitualmente artroscopias para suturar los meniscos.

––«¿Cómo? ¿Artroscopia?  ––se extrañó Rubén––. ¿Qué has visto?»

––Una sutura en el menisco interno. Se aprecia bastante bien. Eso fue lo que me llamó la atención y me estremeció, en serio. Y mira que he visto de todo en nuestra profesión. Pero esto lo supera con creces. Estoy que no…

            Rubén la interrumpió pidiéndole que se calmara y citándola al día siguiente a primera hora.

––«Nos vemos en el Anatómico a las nueve en punto. No abras la bandeja y guárdala en la nevera. Si estás en lo cierto habrá que llamar a la policía».

––Sí, claro. Ya lo había pensado. Por eso no la he abierto y sugiero que mañana tampoco lo hagamos.

––«Sí. Desde luego. Inspección ocular y a partir de ahí ya vemos. ¿Vale?»

––Vale. Gracias Rubén.

––«Procura descansar. No le des más vueltas. Olvídate hasta mañana. Bueno, procúralo».

––Haré lo que pueda. Y si me da muchas vueltas, pues Lorazepam y listo ––zanjó Amelia.

Publicado por guso en Extractos