Confianza Ciega
Cuando Tina entraba en una habitación regalaba presencia con sus formas rotundas y andares sensuales. Despertaba envidias y admiración entre las hembras a partes iguales; deseo y lascivia en los machos al unísono. No pasaba jamás desapercibida, a excepción de aquella tarde en la discoteca del pueblo. Aquel apuesto hombretón ni la siguió con la mirada ni le prestó la más mínima atención. A pesar de su estelar entrada, vestida para la ocasión con sus mejores galas: un vestido rojo pasión, de punto, escote palabra de honor, corte en tubo ajustado hasta medio muslo. Imposible para cualquier otra hembra que no fuera ella.
No pasó mucho tiempo para que las moscas acudieran a la miel. Tina rechazó todas las invitaciones a bailar. Se sentó junto a su mejor amiga, Karina, en una mesa apartada, y desde allí pudo observar sin ser vista a aquel adonis, extraño al pueblo y al resto de lugareños, pues con ninguno hablaba. Permanecía solo, acodado a la barra en un rincón como mirando al infinito, o eso le parecía a Tina, puesto que aquel sujeto vestía unas gafas oscuras que no le permitían distinguir su mirada.
—Solo le falta pasarse el pulgar sobre los labios, como el del anuncio —le participó algo contrariada a su amiga Karina, señalando con la barbilla hacia el apuesto varón.
—¿El de negro? ¿El mazao de la camiseta ajustada de grandes pectorales?
—Sí, ese —contestó Tina—. Que parece que sea el portero de la discoteca, así to de negro y … to apretao.
—Pues a mí me parece que está muy bueno.
—Y lo está —acordó—. Pero se lo tiene muy creído, me da a mí.
—A ti lo que te pasa es que te jode que no te haya ni mirado. Estás muy mal acostumbrada, querida.
—Pues me va a ver, tía —dijo levantándose y ajustándose el vestido—. Me va a ver bien. Si Mahoma no va, la montaña se… mueve, o como sea el puto dicho.
Tina se dirigió con paso seguro y exagerado cimbreo hacia el bar. Notó cómo muchas miradas desnudaban su cuerpo mientras rodeaba la pista de baile para alcanzar el extremo de la barra. Su objetivo reposaba un brazo sobre el mostrador, mientras con la otra mano se llevaba parsimoniosamente un vaso largo a los labios, dándole un prolongado sorbo a su bebida. Sin disimulo alguno ella se situó a su lado. Acodó ambos brazos, se inclinó sobre la barra y se dirigió al camarero, un antiguo compañero de pupitre, para pedirle una consumición.
—Roberto, ponme lo mismo que le pusiste a este —dijo en voz alta señalando al hombre de la negra camiseta ajustada—. Que parece que le gusta.
—Un gintonic.
—De importación, supongo —dijo Tina.
—No lo sé. Lo he dejado a la elección del camarero. Está muy rico.
—Seguro que Roberto te ha puesto la mejor ginebra que tiene. Es un profesional.
—No te preguntaré si vienes mucho por aquí, porque es obvio que eres una habitual —dijo el hombre de negro elevando la voz.
—Yo sí te preguntaré de dónde has salido tú. Nunca te había visto por aquí.
—De Madrid —respondió—. Estoy trabajando aquí unos días.
Tina se lo quedó mirando fijamente, extrañada de que ese individuo siguiera sin mirarla, hablando como al infinito, cuando claramente habían entablado una conversación, aunque fuera casi a gritos por culpa de la música que atronaba el local. Algo no encajaba en ese tipo, pensó.
—Y… ¿de qué trabajas? —preguntó realmente interesada.
—Ayudo a la policía en un caso de homicidio múltiple. Soy criminalista.
—¡Ódo! —exclamó sorprendida —. ¿En el de las tres chicas de Cuenca?
El hombre asintió. Se llevó el dedo índice a los labios en petición de silencio y luego volvió a sonreír enigmáticamente.
—No lo vayas a pregonar por ahí. Estoy de incognito —dijo misterioso—. A la policía no les gusta ir aireando que me necesitan. Son muy suyos.
—Pero ¿no eres policía?
El hombre de negro negó con la cabeza varias veces. Posó su vaso sobre la barra y levantó el brazo haciendo con su mano el signo de rotación, lo que indicaba que quería otra ronda. Lo mantuvo alzado casi un minuto, sin éxito. La machacona música house fue sustituida por ritmos más suaves y canciones pegadizas, bien conocidas por la parroquia manchega. Muchos se lanzaron a la pista a bailar.
—Perdona, ¿quieres tomar otra copa?
Tina frunció el ceño en señal de extrañeza. Había algo en esa persona que no era normal.
—No, gracias. Todavía la tengo casi llena. Roberto está en la otra punta, no insistas que no te puede ver desde tan lejos.
—Ya me parecía. Debe estar ciego.
Al decir esto, el hombre de negro soltó una risotada sin previo pensamiento, sin pulir, como vomitada.
—¿De qué te ríes, tío? No entiendo.
—De la contradicción. Aquí el único ciego soy yo, o es que aún no te has dado cuenta.
Por fin le cuadraron las formas y gestos de aquel tipo. La ausencia de miradas libidinosas o de otra índole, ni tan siquiera por interés o educación. Ahora lo entendía. El cabrón era ciego, reparó. Claro, por eso. Por eso…
—Pues, no. No me había dado cuenta —se sinceró—. Lo disimulas muy bien.
—No hay nada que disimular, eres tú que no te fijas. Yo, en cambio, me he fijado bien y sé muchas cosas sobre ti.
—Ya —respondió despectiva—. Seguro. Pero si no me ves, qué vas a saber.
—A eso me dedico: a saber, sin ver. A ver lo que los otros no saben ver. Yo miro con otros ojos.
Convencida de que no la podía ver, Tina se acercó a escasos centímetros, su pecho voluptuoso casi rozaba los pectorales de su interlocutor. Se aproximó aún más, hasta el punto en que sus senos lo tocaron, para susurrarle a la oreja un desafío:
—A ver, listo. Descríbeme. Quiero saber qué ven esos ojos que no ven.
El hombre de negro conformó una sonrisa de superioridad.
—De momento te diré que por tu modo de hablar y el timbre de tu voz, no tienes más de treinta años, yo diría que unos veintisiete o veintiocho. Tu acento es castellano manchego, quizás de Cuenca, o de Albacete. Tampoco es tan difícil si tenemos en cuenta que nos encontramos en Tarancón, y al parecer conoces a la gente de aquí, por lo que muy bien podrías ser oriunda de esta parte de La Mancha.
—Ajá. Vas bien, tío. De momento —confirmó Tina.
El hombre de negro levantó la mano y la puso a la altura de la cara de la chica.
—¿Me dejas que te toque la cara? —pidió.
—Solo la cara, chorra. No te vayas a creer lo que no es.
Comenzó con una mano a repasar el rostro de la chica, se acompañó pronto de la otra mano, aprisionando suavemente el rostro entre ambas. Le palpó el cabello recorriéndolo en toda su largura hasta medio pecho. Ahí paró. Subió de nuevo las manos al rostro escalando por el cuello y remontando la barbilla. Se centró en los mullidos labios unos instantes para, a continuación, ascender por la nariz hasta las depiladas cejas y cubrir, por fin, los ojos almendrados con las yemas de sus dedos. Antes de despegar sus manos completamente, las dirigió hacia las pequeñas orejas, ocultas por la cabellera, en busca de pendientes; los encontró largos y de varias piezas engarzadas.
—¿Y bien? —inquirió Tina intrigada.
—Antes dile a tu amigo que nos ponga otra ronda, ¿quieres?
Tina se giró hacia la barra en el instante en que Roberto se aproximaba con varias copas vacías en sus manos. Lo llamó y pidió dos gintonics de la mejor ginebra. Tenía claro que ella no los iba a pagar. Instó a su nuevo amigo que le describiera con palabras lo que palpó con sus manos.
—De acuerdo. Eres una chica más alta que la media, aunque tampoco eres una jirafa —se rio—. Por lo que he notado al acercarte a mi oreja a susurrar, seguramente estas muy bien dotada físicamente, pues tu pecho es turgente y bastante desarrollado. Apetecible, debo añadir. Supongo que eres bastante guapa, aunque de facciones algo rotundas, que disimulas depilándote las cejas y usando muy poco maquillaje, apenas algo de rímel y pintalabios. A pesar de usar un perfume algo barato, le sacas partido, pues hueles bastante bien.
—Oye, tío. No te pases.
—No te ofendas, me refiero a que tu piel huele mejor sin artificios, tal cual.
Roberto sirvió dos gintonics bien cargados de ginebra inglesa. El tintineo de los hielos hizo que el hombre de negro girase su cabeza hacia las bebidas. Tanteó sobre el mostrador y llegó su mano hasta una de las copas. La cogió y se la acercó a Tina. Luego hizo lo mismo con la otra copa, llevándosela esta vez a su boca, enviando la mitad de su contenido al estómago de un largo y único trago. Reprimió un eructo educadamente, tapándose la boca con la mano libre.
—Es bastante impresionante —concedió Tina—. Pero no entiendo muy bien cómo puedes ayudar a la poli con esta minusvalía tuya. Sin ver… no irás palpando por ahí los cadáveres, ¿no? Digo yo.
—Pues, a veces me dejan. Pero solo si están bien muertos.
—Estás de coña. No me vaciles, tío —le soltó mientras le daba un leve manotazo en el brazo.
—Vale. Lo que pasa es que no me gusta hablar mucho de mi trabajo. No siempre es agradable, sabes.
Tina chocó su copa contra la de su compañero de barra y lo invitó a proseguir:
—Venga, dame un ejemplo de lo que has hecho hoy. ¿Cómo les has ayudado con lo de las chicas?
—No puedo hablar de ello, pero te diré, por ejemplo, que sé distinguir, mejor dicho, identificar, más de cien sonidos diferentes. Desde pájaros a perros, motores o campanas. Sé, por decirte algo de por aquí, que conozco el tañido de la mayoría de las campanas de las iglesias castellanas. Ninguna suena igual.
—No veo la relación.
—En una grabación que captaron se oía de fondo el tañido de un campanario. Yo lo identifiqué y por eso estamos hoy todos aquí. En Tarancón.
Ahora fue Tina la que se trasegó media copa de golpe. Estaba ciertamente impresionada por las capacidades, tan fuera de lo común, de su nueva amistad. Siguieron charlando sobre sus otras habilidades: los idiomas y la distinción de acentos entre regiones del mismo país, su poder olfativo, capaz de identificar más de doscientos olores diversos, y por fin, el tacto, igualmente capaz de encontrar minúsculas variaciones en la piel, en forma, tersura y temperatura. Tina se iba acercando más y más a aquel sujeto tan peculiar, olvidándose completamente de su discapacidad visual. Sin ser vista se sentía igualmente observada y apreciada por aquel individuo, del que todavía desconocía su nombre.
—Por cierto, aún no me has dicho tu nombre. Yo me llamo Tina.
—Ricardo —respondió ofreciendo su mejilla para ser besada.
Siguieron conversando animadamente sobre temas insustanciales hasta que llegó el momento crucial de despedirse o de irse juntos. Ricardo le pidió que lo acompañara a su hotel, pues no creía que hubiese taxis a esas horas. Tina aceptó con la condición de que le contara más sobre el caso de las chicas asesinadas en Cuenca. Se subieron al coche de Tina acompañados por Karina, quien había insistido en permanecer junto a su amiga. No se fiaba del hombre de negro. La discoteca estaba algo alejada del centro del pueblo. Tina, a pesar de las disimuladas advertencias de su amiga, optó por dejar primero a esta en su casa y seguir camino a solas con Ricardo. Si les paraba la Guardia Civil en un control, la conductora superaría con creces los niveles permitidos de alcohol en sangre, por lo que le comentó que daría un rodeo hasta su hotel por caminos secundarios. Ricardo se limitó a asentir en silencio.
En un sendero sin asfaltar y tras varios trompicones Tina detuvo el coche orillándolo junto a unas encinas de gran tamaño y frondosidad. Apagó el motor y las luces. La noche era bastante clara, la luna brillaba con intensidad y no era necesaria tanta luz. No podía llevárselo a casa, por respeto a sus padres, con los que aún vivía, pero aquel hombretón no podría irse a dormir sin antes ella sentirlo dentro. Tanta ginebra le había despertado la libido, lo suficiente como para desinhibirla y demandar magreo.
—Quiero que me toques el cuerpo como antes tocaste mi cara. Quiero sentir esas manos, delicadas y precisas, sobre mi pecho y mis muslos —le dijo mientras le agarraba su mano y la conducía hasta su húmeda entrepierna—. Quiero que me vuelvas loca.
Ricardo no dijo nada y se dejó llevar. Le sorprendió la fogosidad de la chica, pero lo adujo al alcohol trasegado. Ella llevaba la iniciativa. Se subió el vestido de tubo hasta dejárselo enrollado a la altura del cuello, como si fuese un gran foulard. Las manos de Ricardo ascendían y descendían amasando las sensuales formas de Tina. Ella se estremecía al tiempo que luchaba por desabrochar los botones de los vaqueros de Ricardo, buscando ser penetrada cuanto antes. Sacó un condón de su pequeño bolso y lo colocó en el enhiesto miembro de su sorprendido amante.
La montó, atendiendo a las reiteradas suplicas al oído que una desbocada Tina le proponía. Al mismo tiempo, Ricardo aprisionaba su garganta con una de sus delicadas y precisas manos. A medida que aumentaba el ritmo de la penetración, aumentaba igualmente la intensidad del ahogamiento. Al llegar al clímax utilizó ambas manos para asfixiarla hasta la muerte mientras se vaciaba en ella.
Se desenganchó. Se subió los pantalones. Se encasquetó las gafas negras en su cabeza como si fueran una diadema. Abrió la puerta del coche y cogiéndola de los pies jaló aquel cuerpo fuera del vehículo. La arrastró hasta unos matorrales detrás de unas encinas de gran tamaño y retorcidas formas a causa del viento y los años. Se aseguró de que estuviera muerta y la cubrió con unas ramas sueltas.
Regresó al coche y se puso al volante. Condujo hasta llegar a Madrid. Abandonó el coche en un aparcamiento del centro, y se diluyó en la gran ciudad.
Su cuarta víctima resultó la más fácil de todas.