Sintió dos pares de ojos escrutándole. José Montero giró levemente la cabeza para vislumbrar la amenaza. Identificó a los vigías como a dos agentes de seguridad camuflados, a sueldo de los grandes almacenes en los que se encontraba. Desplegados allí para fastidiarle en su empresa: hurtar un reloj de lujo en un descuido de la dependienta. Ya llevaba diseminados, bajo su bata blanca de inocente enfermero, dos brazaletes y una gargantilla que había sustraído hacia apenas cinco minutos en otro mostrador. Iba disfrazado de tal guisa y embozado entre el acalorado gentío, que huía del tórrido y seco verano madrileño en busca del reparador aire acondicionado de los grandes almacenes.

Era hora de salir por piernas, se dijo. Observó la puerta de salida más cercana y vio a un agente de seguridad uniformado hablando por el walkie talkie. Inmediatamente optó por otra salida. Decidió que cogería uno de los cercanos ascensores y se perdería por alguna planta superior. Allí se desharía de la quincalla, para bajar luego tranquilamente por las escaleras totalmente limpio.

            Las puertas estaban a punto de cerrarse cuando José entró en el ascensor, ocupado hasta aquel momento, por un sacerdote y una joven bastante atractiva, sobre la que no pudo evitar posar sus ojos, concretamente en el escote, mientras entraba y se colocaba a su lado. Otro hombre, recio y paticorto, cuelliancho de cráneo rasurado y con ojos de sapo, entró tras él. Este siniestro pasajero se situó cerca de los botones, los cuales oprimía repetidamente con insistencia, como si también huyera, como el descuidero. Tenía prisa por llegar a la séptima planta, a la cafetería con vistas sobre la ciudad de Madrid. Le pareció el lugar idóneo, al estar lleno de turistas y otros clientes, para cerrar un trato con su competidor colombiano en el negocio del narcotráfico. Camilo Pinzón, un desalmado implacable al que se había atrevido a desafiar y al que ahora debía una compensación. Estaba dispuesto a concedérsela durante este encuentro, si es que llegaba vivo al mismo. Dos individuos, de los que sospechaba fueran unos sicarios del colombiano, le habían estado siguiendo por la planta baja. La opción más rápida para deshacerse de ellos fueron los ascensores.

El narco Antón Losada presionó el botón de cierre de puertas con diligencia, pero un carrito de bebé se interpuso entre ellas impidiendo su cierre. Una madre con ojos implorantes y dulce sonrisa demandaba un hueco en el habitáculo para ella, su carrito y el niño de seis años que se asía de su mano libre.

            Por fin las puertas se cerraron y comenzó la ascensión. Justo después de visualizarse el número cuatro en el indicador digital de plantas recorridas, las luces se apagaron deteniéndose el ascensor tras un brusco brinco. Una luz antipánico, tenue y espectral, corrigió la oscuridad tiñendo los rostros de los sobresaltados pasajeros de una lividez plateada. Ni que decir tiene que los que entraron ya nerviosos al ascensor estaban en ese momento a punto de estallar, mientras que los otrora tranquilos clientes comenzaron a ponerse algo nerviosos a partir del repentino apagón.

            Los más tranquilos, extrañamente, eran los niños, tanto el bebé como el chiquillo permanecieron en silencio, sin molestar. A pesar de aquella evidente calma infantil, el sacerdote creyó conveniente hacer notar su experiencia en la docencia.

            —No te preocupes, guapo —le dijo al niño, al tiempo que le acariciaba el rostro—. Enseguida volverá la luz y subiremos…

            —Al cielo —añadió, sin poder reprimirse, el quinqui—. Es que me lo ha puesto a huevo, padre —se excusó.

            Los demás sonrieron. Hizo mucho bien el chascarrillo a los nervios a flor de piel de los forzosos parroquianos.

            —No pasa nada, hijo —contestó el cura—. El humor blanco alimenta la inteligencia, mientras que el negro oculta cierta maldad en quien lo practica.

            Nadie comprendió aquella parrafada, pero la mayoría asintió más por agradar y no comprometerse que por convencimiento. José Montero fue de los que no asintió, pues su mente estaba en otro sitio: en descifrar el sonido de aquella voz que le resultaba tan familiar, de aquella tonalidad e impostada plática del sacerdote. Debía averiguar si estaba en lo cierto:

            —Perdone, padre. ¿Es usted salesiano?

            —Eh, sí. Lo soy —contestó el clérigo algo extrañado.

            —Don Javier, claro. Usted es el padre catequista —afirmó Montero—. Vamos, seguro.

            El interpelado enmudeció sorprendido. Mientras todos lo observaban esperando una respuesta, el ladrón aprovechó para deshacerse de su mercancía robada introduciéndola en el carrito del bebé, bajo las sabanitas. Su madre se llevaría una alegría cuando sacase a su hijo del cochecito.

            Por fin habló el catequista.

            —¿Has sido alumno mío, hijo?

            —El padre Javier —hizo José un alto y se rio mirando en rededor—. El pulpo, lo llamábamos.

            En ese momento regresó la luz. El ascensor inició un corto ascenso hasta la planta superior y se abrieron las puertas. Los dos supuestos sicarios aparecieron al otro lado. Antón Losada se palpó la pistola y retuvo su mano ahí a la espera de acontecimientos. José Montero hizo lo mismo con su navaja mariposa oculta en su bolsillo trasero, pues era de aquellos dos hombres de los que también huía.

La madre y su prole fueron los primeros en abandonar el ascensor precipitadamente. Los dos policías de paisano se hicieron a un lado para, a continuación, entrar en el ascensor y detener al sacerdote.

            —Padre Javier Garmendia Inchausti, le rogamos nos acompañe a comisaria para aclarar su participación en la red de pederastia del colegio San Juan Bosco. Puede acompañarnos por propia voluntad o, si lo prefiere, podemos ponerle las esposas y detenerle. Usted decide —le soltó de corrido el mayor de los policías.

            —Los acompaño.

©Andrés Gusó