El vacío arañaba sus tripas. El dolor de la hambruna impedía el sueño reparador. Engañaban al hambre con aire, algo de agua y migas de pan duro. Tereza Kaloyanova no podía permitir por más tiempo que las mellizas, sus adorables hijas en la flor de la vida, siguieran sufriendo la falta de alimentos, la falta de ingresos, la falta de todo. La de un padre que proveyera de lo esencial. La de un país seguro en el que desarrollarse. El suyo estaba en la ruina y ellas tres en la más absoluta inanición.

Decidió llamar al tío de sus hijas, Tzvetan Kaloyanov, que trabajaba en España. Siempre les decía que le iba muy bien, que había montado un restaurante de carretera en un nudo de caminos y que no le faltaban clientes, principalmente conductores, que paraban en su local a degustar su productos de primera calidad a buen precio. Ese era el secreto, le decía siempre a su hermana, las tres bes: bueno, bonito y barato. Lo difícil era hacérselo entender cuando se lo traducía al búlgaro, pues no eran bes sino des y uves. Aun así Tereza comprendió lo principal: a su hermano le iba bien. Le enviaría a sus sobrinas para que las colocara (tanto si podía como si no) en su casa de comidas. Pensó que así al menos comerían caliente cada día, aunque no les pagase un sueldo al principio por trabajar con él, las tripas dejarían de repicar. Las chicas estaban en plena adolescencia y necesitaban alimentarse para permanecer sanas y crecer bellas. Ya lo eran de nacimiento, pero la pertinaz carestía las estaba marchitando.

Hanna y Greta llegaron famélicas a Calatayud. El viaje desde Sofía fue agotador. Cuatro jornadas de traqueteo en una desvencijada furgoneta junto a otras tres chicas y un hosco conductor. Sólo pararon para hacer sus necesidades. Dormían (poco) y comían  (menos) en el vehículo. El complejo al que llegaron como último destino constaba de una gasolinera, un bar restaurante, un hotel y un club de alterne. Estaba situado a las afueras de la ciudad aragonesa, en el cruce de varias carreteras nacionales. Su principal clientela eran camioneros en tránsito y lugareños de poblaciones cercanas que se acercaban al caer la noche.

Nada más llegar su tío Tzvetan les quitó el pasaporte y las confinó en un cuartucho del edificio dedicado a burdel. Se fijó con desagrado y decepción en su aspecto desnutrido y macilento, por lo que decidió engordarlas algo antes de subastar su virginidad entre los mejores clientes. Cada día las escoltaba del edificio donde estaban encerradas a la cocina del restaurante. Allí les servía abundante comida con el objetivo de que aquellos cuerpos recuperaran redondeces lo suficientemente apetecibles. En su afán comercial decidió que no estaría de más comenzar por hacerlas trabajar gratis. A Hanna le asignó el servicio de barra y a Greta la puso como pinche de cocina. Durante el día ambas trabajaban en el restaurante. Por las noches eran recluidas en los bajos del burdel hasta el día siguiente. Los días eran monótonos, duros y tristes. Antes de dormir las mellizas hablaban sobre su tremenda situación. Sobre su mala fortuna y la maldad de su tío, que las maltrataba tanto sicológicamente como físicamente. Les gritaba todo el tiempo. Les llamaba inútiles y cosas peores. Les hacía trabajar a destajo, sin descanso, hasta que caía la noche. Se estaban volviendo locas. Temían no fueran a perder la cabeza. Estaban agotadas y discutían sobre cómo escapar de aquel complejo. Llegaron a la conclusión de que huir de allí era imposible, pues en todo momento estaban vigiladas, bien por su tío o bien por sus secuaces.

Greta decidió triplicar la ingesta de alimentos, además de elegir los más grasientos y azucarados, con el objetivo de alcanzar rápidamente un sobrepeso que redujera su atractivo. Su empleo en la cocina le facilitaría el acopio de comida. Su hermana Hanna todo lo contrario: permanecer lo más escuálida posible, por lo que evitó comer viandas calóricas y redujo al mínimo la ingesta del resto de comestibles. El trabajo en la barra, bastante físico y ajetreado, le ayudaría a quemar con rapidez las pocas calorías que ingeriría.

Pasaba el tiempo y Tzvetan veía consternado como su sobrina Hanna seguía esquelética, toda huesos y piel. Ni un gramo de grasa. Rostro exangüe de pómulos salientes. Pelo sin vida ni lustre. Ausencia de curvas. Una escoba invertida. Ella disimulaba y comía cuando su tío estaba presente para a continuación encerrarse en el baño a vomitar todo lo trasegado. La preocupación de su tío por el engorde de Hanna le permitió a Greta pasar desapercibida. En dos semanas había triplicado su peso. Corría el riesgo de que la quisiera subastar cuanto antes si se fijaba en ella y en cómo se había redondeado. Curvas bien torneadas y atractivas. Su pecho recuperó la grasa y la tersura. Mejillas sonrosadas, ojos brillantes. Su bello rostro emanaba salud. Evitaba cruzarse con él. En cuanto lo veía se escondía en la bodega, bajo el banco de trabajo. Un día incluso se ocultó en la gran nevera industrial. Pasó mucho frío. Más que en las heladas montañas de los Balcanes, patria que añoraba a pesar de sus malos recuerdos de calamidades y pobreza.

No pudieron, sin embargo, evitar la codicia de su tío y las prisas por lucrarse a su costa. Una noche Tzvetan se presentó sin avisar en su cuarto. A una la sorprendió vomitando y a la otra comiéndose una tarta de chocolate. El tío se frotó la calva, de atrás hacia delante y viceversa, como los monos ante una situación que no comprenden. Él tampoco entendió bien qué sucedía, pero tenía claro su objetivo. Les entregó unos vestidos cortos y ajustados, unos zapatos de tacones imposibles y les conminó a ponérselos. A una no le entraba y a la otra le sobraba por todas partes. No se dio por vencido y regresó con un ancho vestido de punto para Greta y un bodi de la talla más pequeña que encontró para Hanna. Las mellizas reconocieron la amenaza de verse obligadas a acostarse con desconocidos si no hacían algo pronto. El cerebro de Hanna (sin duda, la más espabilada de las dos), a pesar de estar falta de calorías, seguía procesando estratagemas con rapidez. Le dijo a su hermana que le siguiera la corriente y la secundara en todo lo que le iba a proponer a su tío. Greta asintió repetidamente.

La más delgada de las mellizas le dijo a su tío que estaban muy asustadas porque no sabían cómo debían actuar ante los clientes. Que nunca antes habían estado con un chico y que le agradecerían que les enseñase qué debían hacer y decir. Tzvetan volvió a acariciar su calva. De acuerdo, les dijo.

Les ordenó que se quitasen con lentitud la ropa que se acababan de poner. Una vez desnudas les ordenó que se tumbaran junto a él en la cama. No consideró ni por un momento estrenarlas: su codicia era superior a su lujuria. Aun así, pensó, un buen magreo no sólo les vendría bien como aprendizaje, sino que también podría, de paso, reducirle el deseo sexual que lo agitaba. Una vez tumbados Tzvetan dirigió la cabeza de Greta hacia su miembro enhiesto y le explicó lo que debía hacer. Ella se aplicó a la tarea encomendada. Justo en ese momento Hanna gritó: ¡Ahora! Y propinó a su tío un cabezazo en la nariz. Su hermana cercenó de una rabiosa dentellada el pene y lo escupió al suelo. El tío aturdido por el golpe en la nariz y el dolor de su entrepierna se dobló sobre si mismo entre tremendos dolores. Ambas hermanas se levantaron de la cama y cogieron la jofaina de grueso latón en la que hacían cada día sus necesidades. La agarraron entre las dos por sus extremos y golpearon con fuerza sobre la cabeza de su tío hasta que perdió completamente el conocimiento. Greta se vistió rápidamente con su ropa habitual y fue a la cocina a proveerse de afilados cuchillos. Hanna se quedó de guardia sin dejar de agarrar la jofaina frente al cuerpo inerte de su tío.

Lo descuartizaron. Emplearon toda la noche en la cruenta tarea pero consiguieron trocear a Tzvetan en pedazos y meterlo en varias bolsas. Limpiaron la sangre. Quitaron las sábanas e hicieron una lavadora. Tiraron las bolsas al contenedor frente al restaurante. Cuando regresaban al edificio vieron al camión de la basura acercarse. Nadie lo iba a encontrar y serían libres de irse a otro lugar. Recogieron sus escasísimas pertenencias, robaron la recaudación de varios días que su tío guardaba en su cuarto, bajo el colchón, como hacía en Bulgaria y se marcharon en el primer tren que paró en la estación: un AVE destino Madrid.

ÓAndrés Gusó 2019