1. Una bandeja fuera de lo común
Madrid, 21 de octubre de 2016, viernes por la tarde
«Un cadáver no miente» decía siempre su jefe. E insistía ante los estudiantes: «Los muertos siempre dicen la verdad, pero hay que saber preguntar».
Amelia Cantón, recordaba aquellas palabras de su actual jefe cuando asistía a sus clases en la vecina facultad, hacía ya una eternidad. Llevaba ya más de veinte años ejerciendo, rodeada de cadáveres todos los días, como médico forense en el Servicio de Patología Forense en el Instituto de Medicina Legal de la Comunidad de Madrid. No se sentía ni intimidada, ni angustiada, ni mucho menos incómoda por verse las caras cada día con la muerte y sus resultados: los cadáveres que yacían sobre las mesas de zinc en la sala de autopsias a la espera de revelar sus secretos.
Sin embargo, un macabro e inquietante hallazgo en las estanterías de un supermercado iba a trastocar su impasibilidad ante la muerte.
Prácticamente la totalidad de los seres humanos se sienten inquietos y desubicados en un cementerio, y no digamos en un tanatorio o en una sala de autopsias. A Amelia, en cambio, le gustaba su profesión.
Esos cuerpos inertes, fríos, lívidos y la mayoría demacrados, le contaban a Amelia sus respectivas historias quedamente. Casi la totalidad de los que requerían una autopsia habían sufrido una muerte o violenta o fuera de la norma, entendiendo como norma, el morir en un hospital de una larga enfermedad o, en el mejor de los casos, en casa rodeado de los suyos.
Hoy se sentía especialmente contenta pues se acercaba un fin de semana y no tenía guardia. Se podría ir unos días a la sierra, al chalé que con tanto esfuerzo se habían comprado hacía cinco años. Se aprovecharon de los buenos precios derivados de la crisis financiera e inmobiliaria que asoló España.
El pronóstico del tiempo estaba totalmente desalineado con las fechas del otoño en las que se encontraban: subirían las temperaturas, despejado y con mucho sol durante todo el fin de semana. Ideal para salir a por setas, ya que desde el Pilar había estado lloviendo regularmente, inmejorable para comerse un buen cocido madrileño con la familia y sestear luego ante la chimenea.
Al salir del tanatorio decidió pasarse por el nuevo supermercado que acaban de abrir a dos pasos de su casa, en el centro de Madrid. Tenía muy buena pinta y apuntaba a satisfacer sus cada vez mayores deseos de comida saludable. Era un supermercado que se autodenominaba como «Saludable y Ecológico». La forense decidió pertrecharse, con todo lo necesario para hacer un buen cocido, en ese nuevo súper.
Llegó a su casa bien cargada de bolsas, contenían todo lo imprescindible para su cocido y muchas más viandas, unas necesarias y otras fruto de sus caprichos y las más, de las técnicas de exposición del supermercado, que hábilmente lograrán, casi siempre, aumentar el ticket de compra inicialmente previsto. Le daba igual, el estipendio estaba acorde con las expectativas de vida saludable y placentera que se regalarían ese fin de semana. Iban a venir los hijos, con sus respectivas parejas, y lo mejor de todo: su primer nieto, recién nacido. En total serían siete más el bebé.
La forense decidió repasar las cantidades de lo adquirido no fuera a ser que hiciese corto. Últimamente estaba acostumbrada a cocinar sólo para tres, y siempre de forma muy liviana. Siete era ya un número considerable de comensales.
Repasó las verduras y la carne: todo bien y en cantidad suficiente. Cuando les tocó el turno a las bandejas con los huesos algo llamó su atención. No podía ser, se extrañó. Se trataba de una de las dos bandejas que contenían el hueso de rodilla y el de caña blanco. Ese hueso de rodilla, esa rótula. Eso no es ternera, observó.
Lo miró y remiró. Cuando iba a quitarle el film transparente, que lo cubría y sujetaba a la blanca bandeja, para verlo bien, decidió que era mejor dejarlo todo como estaba, por si sus sospechas se confirmaban. La etiqueta especificaba rodilla y caña de ternera, envasadas por la misma marca del supermercado en origen, con fecha de caducidad a finales de octubre de dos mil dieciséis. Comparó de nuevo las dos bandejas de huesos de caña y rodilla que había adquirido. Una bandeja presentaba huesos con morfología típica de la ternera, mientras en la otra el hueso de rodilla no parecía de ternera. Hay algo que no encaja, se dijo.
Se dirigió con esa inquietante bandeja en la mano a su estudio: un pequeño cuarto repleto de libros en tres de sus cuatro paredes, una silla encajada bajo una minúscula mesa, igualmente tomada por un montón de libros apilados, con un mínimo espacio libre donde, en su día, encajó un ordenador bastante antiguo. La pared libre albergaba un armario empotrado. Una tabla para planchar en mitad de la habitación esperaba a un montón de ropa, doblada y lista, sobre un sofá cama destinado a acoger a los invitados imprevistos.
Inició el ordenador y esperó largo rato a que presentara todas sus opciones. Una vez todas en pantalla se dio cuenta que la red wifi no estaba conectada y no podía navegar por Google. Empujó enfadada el viejo PC hacia el fondo de la mesa y se levantó a por un libro que había heredado de su padre: el Spateholz de tres tomos de mil novecientos setenta y cinco. Aquel atlas contenía unas excelentes ilustraciones a todo color. Las había repasado cientos de veces durante la carrera.
Amelia fue directa al tomo uno en busca del capítulo dedicado al aparato locomotor. Allí estaba lo que buscaba: varias ilustraciones de una rodilla.
Un estremecimiento recorrió su espina dorsal, la bandeja que reposaba sobre su mesa de estudio contenía, no sabía por qué, ni como había acabado ahí, una rodilla de una morfología exacta a la que mostraba la ilustración del viejo Atlas de Anatomía Humana de W. Spateholz.
Tomó su móvil y buscó en contactos el número de su jefe y antiguo profesor, el Doctor Rubén Hidalgo, médico forense, Jefe del Servicio de Patología Forense del Instituto de Medicina Legal de la Comunidad de Madrid. Pulsó repetidamente sobre el número que mostraba la pantalla.
––«¡Amelia! ¿Qué tal? —contestó Rubén ––. ¿Qué pasa para que me llames un viernes a última hora? ¿Te has arrepentido del fin de semana? ¿Me lo quieres cambiar?»
––Hola Rubén. ¿Te pillo en mal momento?
––«No. Tranquila. Acabo de entrar en casa y me estaba cambiando. Dime. ¿Qué hay?»
––¿Vas mañana al Anatómico? Tienes guardia. ¿No?
––«Sí, no me he podido escabullir como tú. Y eso que soy el jefe. ¿Por qué?»
Amelia comenzó a relatarle con todo lujo de detalles lo que se había encontrado al examinar las bandejas de carne para su cocido. Se detuvo en explicarle los motivos por los que comparó ambas bandejas. Su extrañeza por la diferencia morfológica de las rodillas.
––«¿Estás completamente segura? Es algo, no sé, estrambótico. Irreal, y si resulta que estás en lo cierto, es un hallazgo pero que muy, muy inquietante».
––Hombre, Rubén. Quizás no sepa distinguir una rodilla de ternera de una de potro o del codillo de un gorrino, pero humanas he visto y diseccionado unas cuantas.
––«Ya, ya lo sé. Pero aún así. No dudo de tu preparación y experiencia, Amelia».
––Y además… —hizo una pausa dramática para convencer a su jefe ––. No creo que a las terneras se les hagan habitualmente artroscopias para suturar los meniscos.
––«¿Cómo? ¿Artroscopia? ––se extrañó Rubén––. ¿Qué has visto?»
––Una sutura en el menisco interno. Se aprecia bastante bien. Eso fue lo que me llamó la atención y me estremeció, en serio. Y mira que he visto de todo en nuestra profesión. Pero esto lo supera con creces. Estoy que no…
Rubén la interrumpió pidiéndole que se calmara y citándola al día siguiente a primera hora.
––«Nos vemos en el Anatómico a las nueve en punto. No abras la bandeja y guárdala en la nevera. Si estás en lo cierto habrá que llamar a la policía».
––Sí, claro. Ya lo había pensado. Por eso no la he abierto y sugiero que mañana tampoco lo hagamos.
––«Sí. Desde luego. Inspección ocular y a partir de ahí ya vemos. ¿Vale?»
––Vale. Gracias Rubén.
––«Procura descansar. No le des más vueltas. Olvídate hasta mañana. Bueno, procúralo».
––Haré lo que pueda. Y si me da muchas vueltas, pues Lorazepam y listo ––zanjó Amelia.
«Un cadáver no miente» decía siempre su jefe. E insistía ante los estudiantes: «Los muertos siempre dicen la verdad, pero hay que saber preguntar».
Amelia Cantón, recordaba aquellas palabras de su actual jefe, cuando asistía a sus clases en la vecina facultad, hacía ya una eternidad. Llevaba ya más de veinte años ejerciendo, rodeada de cadáveres todos los días, como médico forense en el Servicio de Patología Forense en el Instituto de Medicina Legal de la Comunidad de Madrid. No se sentía ni intimidada, ni angustiada, ni mucho menos incómoda por verse las caras cada día con la muerte y sus resultados: los cadáveres que yacían sobre las mesas de zinc en la sala de autopsias a la espera de revelar sus secretos.
Sin embargo, un macabro e inquietante hallazgo en las estanterías de un supermercado iba a trastocar su impasibilidad ante la muerte.
Prácticamente la totalidad de los seres humanos se sienten inquietos y desubicados en un cementerio, y no digamos en un tanatorio o en una sala de autopsias. A Amelia, en cambio, le gustaba su profesión.
Esos cuerpos inertes, fríos, lívidos y la mayoría demacrados, le contaban a Amelia sus respectivas historias quedamente. Casi la totalidad de los que requerían una autopsia habían sufrido una muerte o violenta o fuera de la norma, entendiendo como norma, el morir en un hospital de una larga enfermedad o, en el mejor de los casos, en casa rodeado de los suyos.
Hoy se sentía especialmente contenta pues se acercaba un fin de semana y no tenía guardia. Se podría ir unos días a la sierra, al chalé que con tanto esfuerzo se habían comprado hacía cinco años. Se aprovecharon de los buenos precios derivados de la crisis financiera e inmobiliaria que asoló, y continua, España.
El pronóstico del tiempo estaba totalmente desalineado con las fechas del otoño en las que se encontraban: subirían las temperaturas, despejado y con mucho sol durante todo el fin de semana. Ideal para salir a por setas, ya que desde el Pilar había estado lloviendo regularmente, inmejorable para comerse un buen cocido madrileño con la familia y sestear luego ante la chimenea.
Al salir del tanatorio decidió pasarse por el nuevo supermercado que acaban de abrir a dos pasos de su casa en el centro de Madrid. Tenía muy buena pinta y apuntaba a satisfacer sus cada vez mayores deseos de comida saludable. Era un supermercado que se autodenominaba como «Saludable y Ecológico». La forense decidió pertrecharse, con todo lo necesario para hacer un buen cocido, en ese nuevo súper.
Llegó a su casa bien cargada de bolsas del nuevo supermercado, contenían todo lo imprescindible para su cocido y muchas más viandas, unas necesarias y otras fruto de sus caprichos y las más, de las técnicas de exposición del supermercado, que hábilmente lograrán, casi siempre, aumentar el ticket de compra inicialmente previsto. Le daba igual, el estipendio estaba acorde con las expectativas de vida saludable y placentera que se regalarían ese fin de semana. Iban a venir los chicos, con sus respectivas parejas, y lo mejor de todo: su primer nieto, recién nacido. En total serían siete más el bebé.
La forense decidió repasar las cantidades de lo adquirido no fuera a ser que hiciese corto. Últimamente estaba acostumbrada a cocinar sólo para tres, y siempre de forma muy liviana. Siete era ya un número considerable de comensales.
Repasó las verduras y la carne: todo bien y en cantidad suficiente. Cuando les tocó el turno a las bandejas con los huesos algo llamó su atención. No podía ser, se extrañó. Se trataba de una de las dos bandejas que contenían el hueso de rodilla y el de caña blanco. Ese hueso de rodilla, esa rótula. Eso no es ternera, observó.
Lo miró y remiró. Cuando iba a quitarle el film transparente, que lo cubría y sujetaba a la blanca bandeja, para verlo bien, decidió que era mejor dejarlo todo como estaba, por si sus sospechas se confirmaban. La etiqueta especificaba rodilla y caña de ternera, envasadas por la misma marca del supermercado en origen, con fecha de caducidad a finales de octubre de 2016. Comparó de nuevo las dos bandejas de huesos de caña y rodilla que había adquirido. Una bandeja presentaba huesos con morfología típica de la ternera, mientras en la otra el hueso de rodilla no parecía de ternera. Algo no encaja en esta maldita bandeja, se dijo.
Se dirigió con esa inquietante bandeja en la mano a su estudio: un pequeño cuarto repleto de libros en tres de sus cuatro paredes, una silla encajada bajo una minúscula mesa igualmente tomada por un montón de libros apilados, con un mínimo espacio libre donde, en su día, encajó un ordenador bastante antiguo. La pared libre albergaba un armario empotrado. Una tabla para planchar en mitad de la habitación esperaba a un montón de ropa, doblada y lista, sobre un sofá cama destinado a acoger a los invitados imprevistos.
Inició el ordenador y esperó largo rato a que presentara todas sus opciones. Una vez todas en pantalla se dio cuenta que la red wifi no estaba conectada y no podía navegar por Google. Empujó enfadada el viejo PC hacia el fondo de la mesa y se levantó a por un libro que había heredado de su padre: el Spateholz de tres tomos de mil novecientos setenta y cinco. Aquel atlas contenía unas excelentes ilustraciones a todo color. Las había repasado cientos de veces durante la carrera.
Amelia fue directa al tomo uno en busca del capítulo dedicado al aparato locomotor. Allí estaba lo que buscaba: varias ilustraciones de una rodilla.
Un estremecimiento recorrió su espina dorsal, la bandeja que reposaba sobre su mesa de estudio contenía, no sabía por qué, ni como había acabado ahí, una rodilla de una morfología exacta a la que mostraba la ilustración del viejo Atlas de Anatomía Humana de W. Spateholz.
Tomó su móvil y buscó en contactos el número de su jefe y antiguo profesor, el Doctor Rubén Hidalgo, médico forense, Jefe del Servicio de Patología Forense del Instituto de Medicina Legal de la Comunidad de Madrid. Pulsó repetidamente sobre el número que mostraba la pantalla.
––«¡Amelia! ¿Qué tal? —contestó Rubén ––. ¿Qué pasa para que me llames un viernes a última hora? ¿Te has arrepentido del fin de semana? ¿Me lo quieres cambiar?»
––Hola Rubén. ¿Te pillo en mal momento?
––«No. Tranquila. Acabo de entrar en casa y me estaba cambiando. Dime. ¿Qué hay?»
––¿Vas mañana al Anatómico? Tienes guardia. ¿No?
––«Sí, no me he podido escabullir como tú. Y eso que soy el jefe. ¿Por qué?»
Amelia comenzó a relatarle con todo lujo de detalles lo que se había encontrado al examinar las bandejas de carne para su cocido. Se detuvo en explicarle los motivos por los que comparó ambas bandejas. Su extrañeza por la diferencia morfológica de las rodillas.
––«¿Estás completamente segura? Es algo, no sé, estrambótico. Irreal, y si resulta que estás en lo cierto, es un hallazgo pero que muy, muy inquietante».
––Hombre, Rubén. Quizás no sepa distinguir una rodilla de ternera de una de potro o del codillo de un gorrino, pero humanas he visto y diseccionado unas cuantas.
––«Ya, ya lo sé. Pero aún así. No dudo de tu preparación y experiencia, Amelia».
––Y además… —hizo una pausa dramática para convencer a su jefe ––. No creo que a las terneras se les hagan habitualmente artroscopias para suturar los meniscos.
––«¿Cómo? ¿Artroscopia? ––se extrañó Rubén––. ¿Qué has visto?»
––Una sutura en el menisco interno. Se aprecia bastante bien. Eso fue lo que me llamó la atención y me estremeció, en serio. Y mira que he visto de todo en nuestra profesión. Pero esto lo supera con creces. Estoy que no…
Rubén la interrumpió pidiéndole que se calmara y citándola al día siguiente a primera hora.
––«Nos vemos en el Anatómico a las nueve en punto. No abras la bandeja y guárdala en la nevera. Si estás en lo cierto habrá que llamar a la policía».
––Sí, claro. Ya lo había pensado. Por eso no la he abierto y sugiero que mañana tampoco lo hagamos.
––«Sí. Desde luego. Inspección ocular y a partir de ahí ya vemos. ¿Vale?»
––Vale. Gracias Rubén.
––«Procura descansar. No le des más vueltas. Olvídate hasta mañana. Bueno, procúralo».
––Haré lo que pueda. Y si me da muchas vueltas, pues Lorazepam y listo ––zanjó Amelia.