Matías Cortés vive rodeado de pantallas. Son su vida. La pantalla del ordenador es su área de trabajo, su oficina. Es desarrollador de video juegos. Juegos de combate, su especialidad. Fue especialista francotirador en las GOE, Grupo de Operaciones Especiales del ejército de tierra. Ejército que abandonó pronto, no sin antes adquirir mucha experiencia en tiro a larga distancia. También le interesó poder llevar al cinto una HK USP Compacta 9mm Parabellum. La pistola la tiene en casa. El arma larga la tuvo que dejar.

Ahora juega y hace jugar a otros. En video. En línea.

            Otras pantallas en su vida son: la del televisor, a la que dedica al menos seis horas diarias, o algunas más cuando se hace una tele maratón de series. La pantalla del cine es su tercera casa. Acude todos los miércoles por la tarde a la primera sesión. Busca menor afluencia y mejor precio. El séptimo arte es su pasión. Las películas de guerra sus preferidas. Los thrillers su debilidad. Cada semana visiona al menos un film.

            Esta semana ha ido al cine todos los días desde el miércoles pasado y hoy, también miércoles, repite. La misma película: Joker. La misma cada día. El sábado la vio dos veces seguidas. Durante el segundo pase se dedicó a imitar la risa nerviosa que magistralmente modula Joaquin Phoenix. Le mandaron callar varias veces. No hizo caso hasta que vino un empleado de la multisala y le rogó que saliese. Ha seguido practicando en casa.

            La visiona siempre en versión original. No entiende el inglés, pero quiere imitar la risa del actor original, no la del doblador. Hoy compra dos entradas: una para la primera sesión de las cuatro y otra para la segunda, numerada, así no tendrá que hacer cola para coger un buen sitio. La verá dos veces.

            Se la sabe de memoria. Cuando se aproxima la escena de la escalinata —ese magistral momento en el que Joker baila mientras baja por las escaleras de una empinada calle de Gotham City—, Matías se levanta y se va hasta el extremo del pasillo central, atrás al fondo, justo debajo del ventanuco por el que la luz del proyector lanza imágenes hacia la pantalla. En cuanto comienza la escena, se transforma, y al ritmo de la música, imita el baile de Joaquin Phoenix y eufórico desciende poco a poco entre las filas de butacas. Lanza patadas al aire en ambas direcciones al igual que el actor. Extiende los brazos hacia arriba. Salta unos imaginarios escalones. Y ríe. Todo el tiempo. Durante toda la escena. Hasta que llega, entre broncas y silbidos, algo ahogados por la música de Gary Glitter, al final del pasillo central. Se coloca bajo la pantalla. Se inclina y saluda. Se gira y pulsa la barra que abre la puerta de emergencia por la que sale a la calle.

            Da la vuelta a la manzana y llega de nuevo a la puerta del cine. No hace la cola. Tiene la entrada para la segunda sesión en su móvil. Lo muestra al controlador, quien escanea el QR y le permite acceder a la sala. Lo ha visto varios días y sospecha de él, de que quizás tenga enfrente al impertinente que imita la risa del famoso actor. Lo mira fijamente como intentado transmitirle un sé quien eres. No tiene éxito. Matías está a su rollo: piensa únicamente en su nueva exhibición.

            Disfruta de la película otra vez. Se prepara para la escena cumbre. Le ha sobrevenido una erección. Se asombra. Nunca antes le había pasado sin recurrir a estímulos pornográficos. Se levanta y se sitúa bajo el proyector como hizo en la sesión anterior. Se palpa el riñón. Ahí está. Suena Rock & Rock Part II. Matías comienza a descender y a bailar al ritmo de la música. Alguien a su derecha lo abuchea. Saca su pistola y le dispara entre los ojos. Ahora apunta a la izquierda y descerraja otro tiro y otro y otro. Así hasta vaciar el cargador. Al menos morirán diez personas.

            Los espectadores de las filas más cercanas a la pantalla huyeron, al oír los primeros disparos, por la puerta de emergencia. El alter ego de Joker  tira la pistola a un lado y sale camuflado entre los que huyen de él. Imita a los que le rodean: grita y corre.

            Ya en la calle. A más de cien metros de la sala, se para ante un escaparate con todos los televisores encendidos, menos uno que le sirve de espejo involuntario.

El reflejo de la negra pantalla le devuelve su figura.

Tiene manchas de sangre sobre la camisa.

La risa de Joker se apodera de él.

©Andrés Gusó