LÁZARO

Capítulo 1

La maquilladora estaba inclinada sobre uno de los cadáveres del Anatómico. Lo afeitaba con respeto y delicadeza, no era de los más deteriorados: se trataba de un joven motorista con sus primeras canas asomándole en las sienes. El día anterior‚ un camión se cruzó en su camino. Sus familiares le habían proporcionado una foto y le habían pedido que lo dejase como antes del accidente.

«Te voy a dejar muy guapo, ya verás». Le susurró mientras lo rasuraba. Sabía cómo hacerlo, no solo maquillaba cadáveres, también a novias, y desde hacía más de quince años trabajaba, cuando había suerte y la llamaban, en el cine. En su caso, el pluriempleo era condición imprescindible, necesitaba ingresos con la mayor regularidad posible. Este singular trabajo le reportaba muchas satisfacciones: cada cadáver representaba un nuevo reto. Le encantaba reparar y embellecer rostros sin alma, exangües, lívidos. Y, además, le permitía hablar sin ser interrumpida ni juzgada: «El verte así hace que me replantee mi afición por las motos. Soy motera, ¿sabes? Cuando mi hijo me pida que le compre una moto, aún es pequeño, no sé si le diré que sí tan fácilmente. Lo que sí sé seguro es que le hablaré de ti y de cómo te tuve que recomponer».

Como técnica en tanatopraxia, el Instituto Anatómico Forense era su lugar de trabajo, un lugar que a la mayoría de la gente le causaría respeto cuando no espanto. Sin embargo, a ella no le importaba pasar muchas de sus noches rodeada de cadáveres en la sala de autopsias, una estancia fría y desangelada. Se podía decir que, incluso, estaba a gusto.

Tras haber afeitado al motorista se concentró en el maquillaje y en la música que escuchaba a través de los auriculares: Mecano, su grupo preferido. Acababa de cumplir los cuarenta y se había quedado, en cuanto a gustos musicales, en los de finales del siglo pasado. Había dejado de sonar Un año más y comenzaban los primeros acordes de Hijo de la luna,un fraseo de piano que muy despacio antecedía a la voz de Ana Torroja. Cuando la maquilladora se detuvo para escuchar la primera estrofa: «Tonto el que no entienda…», y antes de que sonase la segunda, le pareció escuchar algo ajeno a la música.

Unos golpes.

Parecían provenir de los nichos situados a su espalda.

Se quitó uno de los auriculares y se giró para prestar atención. Los oyó de nuevo, y también un grito. Se quitó el otro y se acercó a las cámaras en las que se guardaban los cadáveres. Se preguntó qué podían ser aquellos golpes, solo un ser humano podía golpear así y pedir auxilio al mismo tiempo. «¡Cómo coño se han dejao a un tío vivo ahí dentro!». Exclamó atribulada y continuó maldiciendo: «Joder, ya, ya veo que me va a tocar a mí sacarlo, como si lo viera. Me cago en la puta. Venga, nena, coraje y a por ello».

Se armó de valor y se apresuró a abrir el cerrojo que sellaba el nicho. Los gritos y golpes crecían en intensidad al igual que los latidos de su corazón a medida que se acercaba. Se puso el pincel de empolvar entre los dientes, y ya con ambas manos libres, agarró la asidera de la bandeja y tiró de ella. Lo primero que vio fueron los pies y una etiqueta que colgaba del dedo gordo derecho, su vista recorrió el resto del cuerpo que estaba tratando de incorporarse, pero que no lo lograba porque se daba contra el techo. Ella tiró con mayor fuerza y la bandeja alcanzó su tope. Entonces vio cómo un hombre totalmente desnudo sacaba las piernas fuera de la bandeja y saltaba sin preocuparse de la altura, fuera de sí y dando manotazos al aire. La maquilladora no se apartó lo suficiente y una mano le dio en el rostro mientras el hombre caía de bruces al suelo. Se quitó el pincel de la boca, en el que quedó impresa la huella profunda de sus dientes, y se lo guardó en un bolsillo de la bata. A pesar del manotazo, ella se abalanzó instintivamente para ayudarlo a levantarse. No predijo la reacción de aquel individuo, no presagió que la pudiese rechazar braceando y obviase su ayuda. Se paró en seco y evitó tocarlo, pero no cejó en su intento de tranquilizarlo a base de pedirle reiteradamente que se calmase. «En realidad —se dijo— ambos deberíamos calmarnos, que estoy que no me encuentro».

Ella insistió:

—Cálmese, hombre. Cálmese, no pasa nada. Está usted a salvo.

Advirtió cómo él la miraba un poco más sereno, pero manteniendo todavía la guardia alta. Hasta que, de repente, vio que el hombre desnudo gateaba hacia el rincón más cercano y se ovillaba metiendo la cabeza entre las rodillas y abrazándose las piernas. Lo observó tiritar sin freno, lo que la llevó a pensar que debía estar muerto de frío, que, además, se sentiría muy débil y lo más seguro con hambre. Pudo oírle castañetear los dientes y ver cómo comenzaba a golpetearse a discreción en un desesperado intento de mitigar la sensación glacial que debía de sufrir en ese instante.

El hombre desnudo se dio cuenta de que había dejado su sexo al descubierto. Abandonó el golpeteo para taparse y balbucear palabras embrolladas:

—¿Dónde soy esto?

—Tranquilo. Todo está bien.

—El frío mucho y… ¿por qué?

—Ahora lo abrigo, no se preocupe.

Ella se acercó al motorista, le tomó prestada la sábana mortuoria que lo cubría y se la puso por encima al rescatado. Estimó que no iba a bastar para calentarlo, en la sala de autopsias hacía más frío que calor. Ella estaba acostumbrada, incluso lo agradecía pues la mantenía despierta.

—Ahora vuelvo. No te vayas a ir, ¿eh?

El hombre asintió. No supo si sonreír o qué responder. Seguía confuso. Tuvo la misma sensación que cuando despertaba de una anestesia: nunca sabía dónde estaba ni recordaba nada. Comenzaba a darse cuenta de que ella no era el enemigo, más bien al contrario: su salvadora. Vio cómo ella corría hacia una puerta y asintió esperanzado.

Ella salió de la sala y se dirigió a una habitación que hacía las veces de almacén de material diverso. Entró y buscó alguna manta u otra cosa que le sirviera para darle calor a aquel hombre desnudo y desvalido. No encontró nada más que los lienzos que se les ponía a los cadáveres para cubrirlos y mantener cierta dignidad, sobre todo a ojos de los familiares a la hora de identificarlos. Cogió un par de ellos y se los colgó del brazo. Iba a cerrar la puerta cuando algo de color dorado y estridente que sobresalía de un pequeño contenedor llamó su atención. Era una manta isotérmica de las utilizadas por las ambulancias en los accidentes. Sonrió de satisfacción y exclamó: «¡Qué suerte que ha tenido el tío!». La cogió y aceleró el paso para volver a la sala de autopsias. Nada más entrar dijo en voz alta y animosa:

—Mira lo que he encontrado. Con esto no vas a pasar más frío, te lo aseguro. Venga, vamos a ponértelo.

Se acercó, le quitó la sábana mortuoria y la dejó caer al suelo. Le cubrió bien las piernas y los pies, envolviéndolo a conciencia con los lienzos. A continuación, desplegó la manta térmica para colocársela por la espalda y cerrarla por el frente. Observó que el castañeteo del hombre remitía a medida que lo abrigaba. Sin pensarlo, comenzó a darle friegas por encima de la manta. Recogió del suelo el lienzo del motorista y le frotó la cabeza con él. Había leído en alguna revista que el calor del cuerpo humano se escapaba por las manos y los pies, y, sobre todo, por la parte que estaba masajeando en aquel instante. Intentó sin éxito hacerle un turbante, solo logró algo parecido a un vendaje.

Él consiguió, con voz mucho más clara y serena, articular unas palabras.

—Estoy mejor, gracias.

La maquilladora cesó las fricciones sobre el cuero cabelludo, se lo quedó mirando y exclamó:

—¡Madre mía! ¡Qué susto, por Dios bendito! Qué susto. Parece que no, pero estoy más asustá que un pavo el día de Nochebuena.

—Lo siento.

—Pero qué vas a sentir, hombre‚ si…, si tú eres el que debías estar más asustao ahí dentro. Por Dios, por Dios… Pero, pero ¿qué t’ha pasao?

—Eso quisiera saber yo.

—Bueno, pues vamos a averiguarlo, ¿no? Te tiene que ver un médico.

—No hace falta. Estoy bien.

—Pero qué dices, hombre. Vas a estar… Lo que pasa es que a estas horas aquí no hay nadie más que el guarda, y ese de medicina no tiene ni pajolera idea.

Él la sujetó del brazo y le dijo:

—No, no llame a nadie. Me noto el pulso bien, mire.

Le mostró la muñeca con la intención de que ella misma le comprobase las pulsaciones. La maquilladora le respondió que no tenía ni idea de cómo hacerlo, que lo suyo eran los muertos, no los vivos. Se quedó pensativa unos instantes, se dio la vuelta y se dirigió hacia otra mesa situada dentro de un despacho adyacente y separado por una mampara de cristal. Rebuscó entre una pequeña pila de papeles y extrajo una carpeta marrón rotulada con la fecha del día anterior. «Lo primero será ver quién es y qué coño le ha pasado», se dijo. Regresó junto al hombre, se agachó ante él y le sacó con cuidado la etiqueta que aún le colgaba del dedo gordo del pie. Leyó lo que ponía en voz alta:

—Lázaro Mars Ramoneda, varón, cuarenta y nueve años. Fecha fallecimiento: el doce de octubre de dos mil veintiuno. Joder, ¡ayer! ¡Fa-lle-ci-do! ¡La leche! Voy a ver tu expediente‚ que tiene que estar en esta carpeta.

La abrió y buscó que el certificado de defunción coincidiese con el nombre de la etiqueta. Ella leyó primero para sí, asentía y sonreía cada vez que comprendía algún término médico. Luego, ya en voz alta, le resumió a Lázaro Mars un batiburrillo entre lo que ponía el expediente y lo que ella había entendido.

—Bueno, dice que la causa inmediata de la muerte es un «shock hipovolémico secundario a lesión traumática grave»; o sea, «una hemorragia masiva que acabará en una parada cardiorrespiratoria». Lo de siempre cuando os da por moriros por golpetazos. Ahora bien, parece que alguien también apreció «contusiones en el hemicuerpo derecho y en la zona parietal derecha». O sea, no dice nada sobre la causa de esos golpes, a excepción de «la presencia de hematomas». O sea, que se cayó y se dio un buen porrazo.

La maquilladora se detuvo un instante para comprobar si el hombre estaba entendiendo lo que decía. No le quedó muy claro, a tenor de la cara inexpresiva que él ponía. Ella decidió, de todas formas, continuar su narración.

—Bueno, y también dice que «se recomienda un informe pericial y autopsia médico legal por las condiciones aparentemente violentas del fallecimiento». Y añade: «se recomiendan pruebas complementarias de imagen para determinar con exactitud lesiones responsables de la muerte». O sea, que está aquí para que le hagan un TAC, pero conociendo al forense, un tiquismiquis, seguro que le abre también, pa verlo, más que nada, con sus propios ojos.

—Pues va a ser que no.

—No, claro. No va a ser… Joder, no. Un golpetazo lo causó. Caray.

Ella se quedó ensimismada. Él incidió en lo que acababa de escuchar y dijo:

—Es decir, que me di, o me dieron, un golpe. Me desmayé y perdí el conocimiento, entré en coma o algo así y se me paró el corazón al cabo de un tiempo. Más o menos dice eso, ¿no?

—Hombre, por la poca medicina que estudié en el curso de tanatopraxia, creo que viene a decir que quieren estar más seguros sobre lo que provocó el paro cardíaco. Que al juez de guardia o al médico forense no les ha bastao con lo de parada cardiorrespiratoria del certificao.

—¿Quién firma el certificado?

Ella lo miró extrañada por la pregunta. Sacó el clip que unía los diversos informes y actas que conformaban el expediente, eligió un formulario amarillo que se titulaba «Certificado Médico de Defunción» y se lo mostró. Lázaro reconoció la firma y leyó el nombre del que signaba en voz alta.

—Doctor Anselmo Ramírez de Ascarza. El puto Selmo.

—¿Qué pasa? ¿Lo conoce?

—Pues sí. Estaba en casa esa noche.

Ella se estremeció y balbuceó.

—¿La noche en la que te moriste?

—Creo que sí. Hay algo raro, algo pasó. No sé el qué. Me viene un recuerdo borroso, pero sobre algo violento.

—¿Violento? Mira, Lázaro. Te puedo tutear, ¿verdad? Es una mala costumbre, ya lo sé, pero es que no me sale lo del usted, pero ni con los abueletes me sale.

—Eh, sí, claro. Claro, no te preocupes.

—No sé lo que está pasando aquí, ni lo que pasó antes, pero lo que sí sé es lo que pone ahí. Aunque me he saltado alguna cosilla, ahí pone que estás muerto. Violenta o no, ese doctor firmó tu defunción.

Lázaro le pidió el resto de papeles que ella sostenía en la mano. Ella se los dio y se sentó a su lado. Él los ojeó por encima en busca de lo que ella le acababa de decir y escogió un impreso amarillo:

D/Dña. Anselmo Ramírez de Ascarza… En Medicina y Cirugía… Colegiado en…. Con el número… CERTIFICO la defunción de:

Lázaro Miguel

Mars Ramoneda

Fecha nacimiento: 14.04.1971 Sexo: Varón

Hora y fecha de la defunción: 03 horas 30 minutos. 12.10.2021

Municipio en que ocurrió la defunción: Madrid

Domicilio particular.

1 (a) Causa inmediata defunción: parada cardiorrespiratoria

2 (b) Causas antecedentes:

3 (c) Causa inicial o fundamental: 

Dejó de leer y alzó la vista. Volvió a mirar el acta de defunción y dijo:

—Aquí no dice lo que me has leído antes, sobre el golpe y todo lo demás.

Ella retomó los papeles que le había dado y los revisó bien. Sacó otra acta de color amarillo y dijo:

—¡Coño! Es que hay dos certificados, si te fijas. Este que acabas de mirar tú, que parece el primero y lo firma ese tal doctor Ramírez etcétera, y este otro que es el que he leído yo, y que también es un certificado médico de defunción, pero que lo firma otro colegiado, con otro número. La forense. Míralo bien, lee aquí:

D/Dña. María de la Paz Gómez Parra. Doctora en Medicina Legal. Colegiada en Madrid. Con el número 12349008

Leído el encabezamiento, ella le señaló el final del certificado con el dedo. Y él leyó en silencio:

1 (a) Causa inmediata defunción: parada cardiorrespiratoria.

2 (b) Causas antecedentes: lesión cerebral.

3 (c) Causa inicial o fundamental: traumatismo craneoencefálico.

Lázaro Mars puso cara de no entender bien lo que sucedía y dijo:

—Mosqueante, ¿no? Que haya dos certificados, digo. En uno dice que se me paró el corazón y en el otro que me di o me dieron un golpe, tuve hemorragia y por eso se me paró.

—La verdad es que sí. Por eso estás aquí, para que te exploren el coco. Tiene que haber intervenido un juez o la poli; si no‚ tú no estarías aquí, estarías en la funeraria, en el tanatorio o a punto de… horno.

—Coño, sí. Todo esto es espeluznante, joder. He muerto dos veces y he resucitado una. Joder, joder.

Ella se encogió de hombros. Se miraron y permanecieron callados durante al menos dos minutos. Al final ella dijo:

—Eso pone.

—En mi casa.

—Eso parece.

—Tengo lagunas.

—Eso es normal.

—Tengo hambre.

—Eso es bueno.

Lázaro sonrió ante la reiteración de obviedades que su salvadora le estaba dedicando. Se dio cuenta de que no sabía su nombre y se lo preguntó. Ella respondió amable:

—Ay, es verdad. Tina. Me llamo Tina, de Ernestina, por mi abuela.

—Encantado, Tina.

Tina asintió y lo acompañó de una grande y bella sonrisa.

—Ya, encantada. Sobre todo‚ de que estés vivo. Vaya susto, yo ya estoy algo más relajá. ¿Y tú?

—¿Relajado? Pues no mucho, qué quieres que te diga. Confuso, muy confuso.

—Eso es natural.

Lázaro Mars se rio con ganas. Le resultaba una liberación. Aquella mujer lo había rescatado de su encierro, lo había abrigado e incluso se había preocupado por saber qué pudo haberle sucedido y, encima, lo hacía reír. La observaba mientras reducía la carcajada hasta convertirla en una amplia sonrisa. Encontró que era una mujer de rostro alegre y pizpireta, pecosa y de nariz respingona. De ojos grandes de color miel, de pelo taheño oscuro y rizado. Le sorprendió que apenas estuviese maquillada, lo que no decía mucho de su oficio, o al revés, pensó: «Si no lo necesitas, no lo compres». Concedió que ese era el caso, porque ella tenía la frescura y belleza suficientes para resultar atractiva. No quería fijarse en aquel momento en el cuerpo que se ocultaba bajo aquella bata blanca, holgada y abrochada por completo. Aventuró una edad: la encontraba algo más joven que él, cinco o seis años, a lo sumo. Cesó la risa y le dijo:

—Tina, te tengo que dar las gracias mil millones de veces. Si no fuera por ti me congelo ahí dentro. Ahora sí que la hubiera palmado, pero bien.

—Pero igual sí que la palmaste y resulta que has resucitao. ¿Tú no te acuerdas de na? Digo, durante las horas que estuviste ahí dentro, ¿estuviste siempre inconsciente?

 —No estoy seguro. Bueno, no me vas a creer, pero… No, nada.

—¿Qué? Venga, dime.

—Creo que vi algo, ya sabes. Lo que dicen: la luz blanca y todo eso.

—No jodas.

—Me parece que sí. A ver, creo, no estoy seguro.

Tina abrió mucho los ojos y preguntó:

—¿Viste una luz?

—Sí. Muy blanca, muy plena.

—¿Y gente? ¿Viste a alguien?

—Bueno, creo que vi a mi padre, recuerdo que me sonreía.

—¡Coño! La leche.

Lázaro se encogió de hombros y prosiguió relatando su experiencia.

—Hay más. Lo más extraño.

Se calló y la miró. No sabía si contárselo. Hasta a él le estaba sonando todo increíble, los recuerdos tras su muerte se mezclaban con los anteriores al deceso. Todo le resultaba aún confuso, si bien, la claridad de ideas y recuerdos se iban armando despacio, pero firmes.

Tina no pudo aguantar más.

—Joder, suéltalo ya, que me tienes en ascuas.

—Vale, pues que estaba yo. Es decir, alguien exacto a mí. Yo creo que era yo mismo, pero con más años, más viejo. Y me habló.

—¡La leche! ¿Y qué te dijo? O te dijiste tú mismo, qué lío.

—Que tenía que volver, que me quedaba vivir la prórroga.

—Como en el fútbol. Lo pillo, pero como muy raro todo, ¿no?

Lázaro conformó un gesto de extrañeza, de duda, pero acabó por asentir.

Ella insistió curiosa:

—¿Y no tuviste miedo de los fantasmas esos?

—No, no tuve miedo. Me encontraba más tranquilo que nunca en mi vida. No sé, feliz. Sí, feliz. Esa es la palabra: feliz.

—Vaya. Bueno, igual todo fue una alucinación, ¿eh? Por el frío más que na. La hipotermia creo que te hace desvariar.

Tina reposó una mano sobre el antebrazo de Lázaro y remarcó:

—Lo has soñao. To eso lo has soñao, no te preocupes.

Él asintió para, a continuación, encogerse de hombros y convenir:

—Quizá tengas razón y todo fue una alucinación por el frío. Porque, ahí dentro, hacía un frío de pelotas.

—Ya te digo. Estabas casi a bajo cero, no sé esastamente cuánto, pero muy pocos grados, cuatro o por ahí.

—Gracias, de nuevo.

Ella sonrió y dio un manotazo al aire para quitarse importancia.

Él le pidió un nuevo favor.

—Tina, tengo que salir de aquí.

—Tú estás p’allá, tío. Lo que hay que hacer es llamar a la poli, y que investiguen si te diste un golpe o te lo dieron, que me da que es de lo que te estás coscando desde hace un rato.

Lázaro Mars la miró y permaneció callado.

A ella le pareció que él reflexionaba sobre su propuesta lo que la tranquilizó. Le duró muy poco porque al fin él propuso:

—Nada de policías.